La
canciller que nos gobierna ha recordado con dedo admonitorio y gesto grave que
cuidado con las medidas que Bruselas le aplica a Suiza, ese no socio preferente
que cierra sus fronteras a las personas, aunque no al dinero fugitivo. Lo
sabíamos. Suiza es la patria de los túneles que Alemania necesita. Esa es la
Europa que chirría, el continente sometido a las veleidades imperialistas del
más fuerte en cada momento de la Historia.
La tentación de abandonar el barco
puede que haya rondado ya muchas cabezas, pero lo que los europeos tenemos en
común tiene infinitamente más valor que aquello que pueda separarnos. Hoy la
idea de “escapar” de Europa es una aspiración que únicamente puede alimentar el
nacionalismo temeroso y retrógrado, aunque acuda disfrazado de populismo
oportunista. En el mundo global, dominado por el depredador universal, una
Europa fuerte resulta imprescindible. Se nos olvida con frecuencia que en este
continente sí se le puso brida y montura al capitalismo desbocado. Ahora corren
malos tiempos, pero no siempre fue así. Y si en alguna parte ha de comenzar la
humanidad a recuperar el terreno perdido ha de ser aquí de nuevo. Y a nadie
escapa que ningún país de Europa, por sí solo, podría no ya modificar ni una
coma en los planes de los mercados inhumanos, sino sobrevivir a su embestida si
por alguna razón le ponen precio a su cabeza.
La Europa miserable que nos ha
tocado padecer, la Europa contaminada por los intereses de Alemania, la Europa
malherida por la Troika está pidiendo a gritos que alguien le lave las heridas,
le calme los dolores y le ayude a recuperar su rostro más humano. Europa echa
de menos una revolución que la refunde, o la funde por fin según las
aspiraciones de la gente.
Mirando hacia el pasado, esa palabra
–revolución- nos trae connotaciones de
sangre y de violencia, pero hay otras formas comprobadas y eficaces de
revolución que no ha de recurrir a la violencia desesperada de los pueblos.
Aúna dos instrumentos poderosos, las ideas y la fuerza definitiva de las urnas.
Cada vez que hemos tenido que conquistar
los derechos que la humanidad andaba reclamando, el proceso fue lento,
laborioso, y casi siempre desembocó en un inevitable enfrentamiento. Lo primero
fue la toma de conciencia, el malestar, la cólera creciente; vinieron luego las
ideas que postulaban la solución de los problemas y, al fin, el asalto al
fortín donde se escudaba el enemigo, el reparto injusto de cargas y de bienes.
Allí habita siempre la conciencia corrupta que justifica el latrocinio; allí,
también, los alquimistas que con la ruina ajena fabrican su propio beneficio; y
los que endulzan con mentiras el veneno que
nos dan a tomar.
La conciencia la tenemos ya llena a
rebosar con las causas de los males que aquejan nuestro tiempo. Y las ideas
empiezan a aflorar. A Europa le sobra pensamiento lúcido para analizar sus
luces y sus sombras. El jueves, 20 de febrero, Vidal-Folch en El País nos daba una ruta del
pensamiento europeo que debiera orientar a cualquier partido político con
vocación de afrontar el futuro armado de un compromiso verdadero con la
ciudadanía. En realidad, a todos los partidos políticos con vocación europea.
Tres manifiestos sobre la Europa necesaria, una revolución en toda regla sin
necesidad de desempolvar la guillotina.
Todos los manifiestos coinciden en
que la gestión de la crisis ha condenado a varias generaciones y ha empobrecido
su futuro, ha dañado considerablemente a la población y a las economías de los
países periféricos y ha agravado las desigualdades en el continente más rico de
la tierra. Todos proponen una unión política y fiscal efectiva y unas políticas
de empleo comunes. Proponen un seguro europeo común contra el desempleo. Parece
poco, pero es mucho, porque esas propuestas conciben las consecuencias de la
crisis y su corrección como un reto europeo, el reto y la obligación de una
Europa concebida como una nación de naciones. Como un poder mundial, por fin;
capaz de proponerse como modelo de organización para otros lugares de la
tierra. Hablan de prioridades, principios inalienables de la ciudadanía europea
que Europa debe defender, como la igualdad entre hombres y mujeres, el acceso a
la educación, la seguridad social para todos, y la preservación del medio
ambiente, por citar solo algunos.
Parece poco, pero es mucho. Hace
siglos, un individuo, oyendo a sus conciudadanos enumerar los males de su
tiempo, estableció la necesidad de separar los diferentes poderes para que se
controlaran entre sí. Creo que nadie discute hoy su vigencia plena en una
democracia.
Mientras en Europa son las ideas las
que comienzan a hervir antes de las elecciones europeas de mayo, en este país
de políticos mayoritariamente grisáceos y biliosos, cuando no masa disciplinada
e invisible que celebra el discurso falaz de alguno de los suyos, el Parlamento
se ha visto obligado a jurar que defenderá la ley en el caso del referéndum
catalán. Se lo ha demandado esa política que no es de izquierdas ni de
derechas, sino una progresista del siglo XXI, según su propia y ejemplar definición.
¿Concibe usted una actuación del Parlamento que no contemplo una observancia
estricta de la Ley, señora diputada?
En ausencia de las ideas que
alimentan el árbol del porvenir con su savia vital, hay gente grisácea,
inundada de bilis, que prefiere zarandear el árbol retorcido y reseco del
agravio, en busca del voto que nace de las vísceras de “esa España que embiste
cuando se digna usar de la cabeza”. Doy culto a las ideas; detesto el
oportunismo populista. Las ideas perduran y, si se manifiestan positivas, dan
frutos. El populismo oportunista levanta barreras insalvables. Y a cada lado de
esas barreras, anida el odio y empollan sus huevos venenosos.
Eso también lo sabe Rosa Díez, pero prefiere
arrostrar las consecuencias, no sea que Vox, esa astilla desgajada del costado
derecho del PP, le robe algunos votos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario