Recientemente obligaciones profesionales
me han hecho participar en las últimas pruebas de Selectividad según las
conocemos. En uno de esos momentos de
excitación que invade al alumnado en general antes de acceder al aula donde se celebrará
el examen próximo escuche a una muchacha intranquila: “Ahora, Historia. Ojalá
no salga la puta Transición”.
Supongo
que el calificativo tendría que ver con el grado de dificultad académica del
tema en sí, o con el escaso grado de
confianza que ella tuviera en sus conocimientos sobre el mismo, pero uno no
sabe ya en qué pensar cuando la Transición es el objeto de reflexión o de
debate.
En
los últimos tiempos políticos la valoración de la Transición se ha ido
deteriorando a pasos agigantados, aunque durante mucho tiempo nos sentimos orgullosos
del laborioso proceso mediante el cual este pueblo llevó a cabo una pacífica
revolución y se abrió las puertas de la modernidad.
No
hay modernidad sin igualdad ante la Ley.
Y
hasta la Constitución del 78 en España no hubo igualdad ante la Ley. Hubo antes
intentos incompletos, fallidos y que nos dejaron demasiadas cicatrices sobre el
pellejo. Y no hay pueblo que haya dado el paso a la modernidad sin una
revolución. La igualdad ante la Ley supone arrebatar privilegios a los que los
detentan.
La Transición fue nuestra revolución, la que andábamos
reclamando desde 1812. Y la transformación de la sociedad fue brutal. Damos fe
de ello quienes hemos sido testigos de los cambios, quienes conocíamos las
miserias del punto de partida. Pero eso no se percibe sin la debida
perspectiva. Hay quien cree que las libertades, las garantías judiciales, la
sanidad pública, la educación pública, los servicios sociales, las
comunicaciones actuales, la calidad de vida a pesar del retroceso de los
últimos años son bienes espontáneos y eternos.
Ninguna
sociedad sale perfecta e impoluta de sus revoluciones, porque se sustenta sobre
el sustrato humano. Ningún sistema político está libre de la corrupción, del
deterioro moral, del contagioso contacto con la ambición y el interés privado
invadiendo la esfera de lo público.
Ninguno. En ninguna parte.
Oigo
decir” la puta transición” y tengo la certeza de que algo ha fallado. Quizás sucede que, si no se han
dado un baño de sangre, las revoluciones resultan despreciables.
Aunque seguramente lo que este pueblo desprecie de verdad sea la cultura, ese tesoro indefinible que ayuda a comprender y a comprenderse.
Los fracasos de hoy no son consecuencia del diseño inicial; ese es un argumento perezoso y cobarde.
Los fracasos de hoy son obra de los hombres de hoy.
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