De pie, Margarita Xirgú y
Enrique Borrás (Medea y Jasón), dos primeras
figuras de las tablas españolas de la
época.
Sentado, Miguel de
Unamuno, traductor y adaptador de la “Médea” de Séneca, que inauguró las
representaciones en el Teatro Romano de Mérida en 1933.
Fotografía conservada en
la Casa-Museo Unamuno en Salamanca.
Casi
cada verano, desde hace ya bastantes, yo llevo a cabo un acto purificador;
peregrino a Mérida y me sumerjo entre la multitud complacida que acude al
Festival de Teatro Clásico que se celebra en la ciudad. Cumple este año su
sexagésima primera edición.
Todo empezó, seguramente, con
la apuesta de la Segunda República por la Educación y la Cultura. Aquella España,
infinitamente más pobre que la que hoy maltrata a la Educación Pública con una
ley de Educación dañina, promovió la primera gran reforma educativa de la
Historia de España con principios humanistas y laicos; proclamó el derecho a la
educación de cualquier ciudadano; promovió la formación del profesorado para
que la educación fuese eficaz y productiva; y tenía el proyecto de construir en cinco años
veintisiete mil escuelas. Mientras tanto promovió las misiones pedagógicas y
apoyó al teatro para que pudiera llegar a cualquier rincón apartado de la España
analfabeta y miserable, herencia de la monarquía borbónica con la complicidad imprescindible de la Iglesia.
Todo empezó seguramente en el
ambigú del Teatro Español de Madrid. Se estrenaba “El otro” de Unamuno. Y
asistieron a la reunión informal Fernando de los Ríos, a la sazón
Ministro de la República, el propio Miguel de Unamuno y la actriz Margarita
Xirgú. Ella era por los años treinta del pasado siglo la diva indiscutible del teatro español, la gran actriz cuya sola
presencia garantizaba el lleno. Había visitado el teatro romano de Mérida en
una breve incursión en la ciudad y quedó impresionada de las obras de rehabilitación
que don José Mélida había llevado a cabo en el lugar.
En aquella conversación el
Ministro alabó aquel monumento recuperado y lamentó la ausencia de iniciativas que
potenciaran su uso como un teatro al aire libre; Margarita Xirgú manifestó su
predisposición a protagonizar aquel estreno original y único si alguna vez era
posible. Manifestó, también su preferencia por uno de esos personajes
inolvidables de la tragedia griega. Ella deseaba ser Medea en Mérida.
La oyó Unamuno que
probablemente la admiraba. Y quince días después tuvo la actriz entre sus manos
el libreto con la adaptación teatral de la “Medea” de Séneca que Unamuno
tradujo para ella.
Corría el año 1933. Dio
inicio allí una de las iniciativas culturales más ricas y duraderas del país;
quizás, el festival de Teatro Clásico más importante del mundo.
Yo admiro a las ciudades que
saben poner en valor sus recursos, escasos y preciosos casi siempre. Admiro a
Mérida. Por el cordón nutricio del festival conecta con el resto del mundo y el mundo le devuelve la admiración que nos produce su pasado,
su grandeza, su tesón, sus ganas de vivir. Durante dos calurosos meses de
verano Mérida se transforma en la capital mundial del escenario y allí acude
gente de todos los lugares por una buena causa. Y casi todos los que llegan
prometen regresar en el futuro.
Este
verano Mérida programó dos versiones distintas de Medea. El mito de Medea
resulta inamovible. Ella representa el mal como pocos personajes femeninos de la Literatura Universal. Y nosotros preferimos dar crédito a lo
que resulta tenebroso. Sobre lo tenebroso arraiga la emoción. En lo tenebroso
se levanta la frontera invisible que separa a los hombres virtuosos, entre los cuales nos contamos, y los malvados que
encarnan lo inefable, el crimen, la violencia que destruye los valores sobre
los que la ciudad asienta su futuro.
Por eso
la leyenda de Medea será una leyenda inalterable, la leyenda de crímenes
horribles que nunca cometió.
De toda
la tradición misógina de Grecia, de esa literatura que en ocasiones amplifica
el temor del varón griego a las mujeres, Medea es la cima inalcanzable.
Ella es
la advertencia de los varones griegos a las mujeres que aspiran a una mayor
independencia. Porque la culpa primigenia de Medea es que ella piensa como un
hombre.
Para no
cansaros, tres señales os daré de esa actitud.
Elige al
varón con el que quiere compartir su vida y le hace prometer fidelidad eterna ¿Qué
griega en sus cabales haría eso? Una griega decente toma su dote y encamina sus
pasos a la casa del esposo que su familia eligió para ella.
No acepta
que su marido la repudie y se rebela. Buenas pruebas dejó de su despecho y de
su cólera. ¿Qué varón griego aceptaría con sumisión ser repudiado por su esposa y que
ella eligiera un nuevo compañero más poderoso, más joven o más rico? Empuñaría
su espada y tomaría venganza. Y la ciudad aplaudiría su decisión.
Reclama
compartir con Jasón la patria potestad; le discute al varón la propiedad de los
hijos. Hasta tal punto, que llega a arrebatarles la vida. Y sólo al varón, -o a
la ciudad, según nos cuentan de las costumbres espartanas-, le está permitida esa
crueldad, sin que sufra por ello consecuencias. Un padre, si el hijo le
disgusta, en los primeros días de su vida puede exponerlo a la puerta de su
casa o en el ágora, hasta que muera o hasta que un viandante se apiade de su
llanto y lo recoja para adoptarlo como un hijo o, quizás, para venderlo como
esclavo. Y el propio Agamenón sacrificó a Ifigenia. Nadie consideró aquel acto el
crimen horrible de un padre cruel y sin conciencia. Salvo la madre de Ifigenia, la vengativa Clitemnestra.
Pero
esta mujer colérica y malvada no es, afortunadamente, griega. Ella es una mala
madre, apasionada, salvaje y extranjera. Ha sido educada como un hombre y ese
empeño alocado de gobernar su propia vida y de vivir en libertad solo ocasiona
destrucción en el orden sagrado de la familia griega.
Kión de
Yolco, un poeta jorobado y cojo, que conoce bien la vida de Medea, sabe que la
Medea que ha llegado hasta nosotros es absolutamente falsa. Y nos ha dejado en hexámetros
sonoros el momento preciso en que dio comienzo su leyenda de maga poderosa y sin
conciencia. Yo los he traducido por si
hay entre vosotros una Xirgú dispuesta a encarnar a esta Medea que yo estoy
concibiendo de manera febril, pero muy lentamente.
“Sobre la cubierta del Argo, en el viaje de
vuelta, dio inicio su leyenda.
La princesa cólquida, de lengua
desconocida, cabello ensortijado, mirada huidiza en esos días y hermosura de
muchacha frutal, nos hizo enloquecer sobre aquel barco. La defendieron de aquel
incendio de deseos acumulados en un largo viaje su leyenda de maga poderosa,
que yo fragüé de acuerdo con Jasón, y el
hecho de que todos sabían que ella era el otro tesoro del príncipe de Yolco. Un
tesoro que no estaba dispuesto a compartir. Ella no era un rehén, ni una mujer
raptada en una isla de pescadores pobres en un desembarco de saqueo.
Y
Jasón era el hombre que costeó aquel barco.
Sobre las aguas de la mar el dueño del barco
que te lleva tiene una autoridad indiscutible; sobre las aguas de la mar el
barco que te lleva es tu patria, la tierra que sustenta tu existencia frágil, y
su dueño es el rey cuya autoridad nadie discute. Esa ley no escrita salva
vidas. Si existen diferencias, se solventan en tierra.
Jasón
era también el hombre que prometió diezmar el oro y repartirlo.
Durante
aquel viaje mil veces me asaltó el pensamiento de que ella era una muchacha
observada fijamente en cada movimiento, a cada paso, por un rebaño de machos
cabríos en época de celo, dispuestos a embestirse izando al aire sus poderosas
cornamentas.
Y
de noche, cuando, oculta tras un montón de lonas amontonadas en cubierta por si
el viento quebraba alguna vela, ella orinaba en un cuenco de madera que Jasón
le ofreció como único ajuar imprescindible sobre un barco de guerra , se hacía
el silencio más profundo que yo haya escuchado jamás en una nave, y podía verse
a la jauría de faunos removiendo inquieta sus pezuñas cubiertas con polainas de
cuero. Olfateaban el aire, por si la
hembra joven estaba receptiva.
Jasón
era consciente del deseo que despertaba la mujer que le entregó un tesoro y
que se enroló como salvaguarda de su huida.
Dejó de ser amable con los otros, redobló las señales de la indiscutible
autoridad que se le supone al capitán de un barco de guerra fugitivo, y
defendió a Medea de cualquier quebranto, manteniéndola siempre junto a él o al
alcance de su vista. Y ella dormía a su lado, defendida por su permanente
vigilancia.
Seguramente
allí, sobre cubierta, fue su himeneo; sobre un lecho de arpillera impregnada de
salitre.
Jasón
era también un fauno, joven y hermoso. Y
Medea ya lo amaba. Lo amó con ese amor confuso que un griego hermoso y
arrogante provoca en las muchachas extranjeras.
Un
día Jasón solicitó la ayuda de las Musas.
La
tripulación ha de temer a la muchacha cólquida, poeta. Ha de temer incluso su
contacto.
¿Y qué
puedo decir de esta muchacha que te acompaña, príncipe Jasón? Nada sabemos de
ella.
Ella
conoce pócimas secretas. Durmió a la guardia de palacio. Hazla temible.
Ella es valerosa y decidida; es extranjera y está rodeada de misterio; se
presta a soportar una leyenda. Inventa. Las Musas se han puesto de tu parte
muchas veces. No olvides que ellas están plantando para ti y para tu padre viejo
un olivar inmenso en las colinas de Yolco.
Y desde
aquel mismo día los marineros la observaban a distancia con temor. Yo corrí el
rumor de que aquella muchacha que nos ayudó a robar el oro de la Cólquida era
una hechicera poderosa. Podría convertir en cerdo a un navegante que rozase
aunque solo fuera el borde de su peplo.
Entonces
el futuro de Medea me resultaba indiferente.”
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