El
mundo, el ser humano, siempre ha necesitado la referencia próxima de un enemigo
atroz, la encarnación del mal, un enemigo agazapado cuya amenaza
relativiza las inconveniencias morales
de lo que se consideran actuaciones defensivas. El enemigo que amenaza nuestra forma de vida lo justifica
todo.
La Historia humana está llena de
encarnaciones monstruosas del mal, y muchas de ellas verdaderas.
Hoy el enemigo de rostro inhumano
atiende por Estado Islámico.
Dos pilares lo sustentan, el odio
étnico y el reparto de poder en ese mundo lastrado por su lenta evolución
social y nula evolución política en los últimos siglos. Y buena parte de culpa
le cabe a la Europa colonialista del XIX. Parte del odio tiene como destino al
enemigo occidental, que le dejó en herencia subdesarrollo, regímenes
teocráticos, o monarquías absolutas, corruptas y esclavistas que compran el
respeto internacional con el grifo del petróleo bien administrado, engrasando
con petrodólares los mecanismos venales de los organismos que toman decisiones
de transcendencia internacional, o con el señuelo de lujos exclusivos en medio
del desierto.
Es un odio viral, que fácilmente trasciende
las fronteras y alcanza a los inmigrantes de difícil integración en la
envejecida y clasista sociedad europea; y es tan poderoso que no respeta ni uno
de los códigos internacionales que se establecieron para dotar a las guerras de
apariencia civilizada; un intento inútil, desde luego.
El Estado Islámico, como otras organizaciones
consideradas terroristas por la opinión pública internacional, hunde sus raíces
en los grupos de resistencia a la invasión de Afganistán por parte de la URSS
en los años ochenta del siglo pasado. Y en la nómina de quienes financiaron sus
orígenes están Arabia Saudita, Los Estados Unidos y Pakistán.
La invasión de Irak decidida a espaldas de la ONU por aquellos tres magníficos
estadistas del siglo XX que dejaron una foto histórica en las Azores para que
la posteridad los recuerde sin esfuerzo acabó por otorgarles una cohesión
inesperada, un demonio occidental que justificara los excesos.
Hoy, aquel instrumento ha escapado al control de sus creadores y aspira a establecerse sobre
amplias zonas de la región, Irak, Siria, Jordania, Líbano, el Sinaí y amplios territorios
de gobiernos inestables en el continente africano.
Salvando las distancias, que son muchas desde
luego, parece que ese mundo de gobiernos teocráticos y monarquías absolutas ha
entrado en combustión como la Europa zarandeada por el despertar de la
burguesía. Aunque difieran tanto en el discurso, -no tanto en los
procedimientos-, o en el diseño de la sociedad resultante, se trata de una
lucha encarnizada por el poder, un mar de fondo que ha empezado a remover esa
sociedad anclada en el pasado bajo el férreo control de su privilegiada aristocracia
hereditaria.
El título de esta entrada puede parecer escandaloso, pero no es inapropiado.
El tema que ha saltado a las páginas de los
periódicos es la financiación de esa guerra ubicua, de ese ejército, mezcla de desheredados
de cualquier lugar que buscan ser útiles a alguna causa y reconocibles a los
ojos de algún dios inventado y de
mercenarios acosados por la miseria en sus lugares de origen.
Tres procedimientos de financiación resaltan
los medios de comunicación: la venta de esclavas sexuales, el comercio de obras
de arte saqueadas en los lugares conquistados y la venta del petróleo robado.
No me detendré en los dos primeros. Valoradlos
vosotros.
Pero, ¿cómo es posible que el petróleo
saqueado financie a una organización clasificada como terrorista por los
gobiernos del todo el mundo? ¿Quién lo compra?
La respuesta produciría escalofríos, pero
sabemos ya mucho de la absoluta falta de escrúpulos que rige el mercado verdadero.
Puede que alguno de los euros que yo pago en
la estación de servicio donde reposto el combustible de mi viejo automóvil
sirva para que el Estado Islámico se financie. Ese petróleo entra en el
circuito comercial a la mitad del precio del barril oficial, blanqueado por las mafias,
-¡qué ironía blanquear petróleo!-, y es comprado a menor precio por las
Compañías que nos surten que multiplican su beneficio.
¿Cómo es posible?, podíamos preguntarnos. El Estado de Derecho, los Estados democráticos, las Organizaciones
Internacionales, la propia ONU no tienen instrumentos para evitarlo?
La respuesta es que las mafias que controlan
esas actividades resultan incontrolables.
Pero es falso. Las mafias son organizaciones
instrumentales del sistema. Ocupan ese territorio opaco donde prospera el
crimen imprescindible para multiplicar el beneficio sorteando las leyes.
Las mafias no son organizaciones criminales
de bandidos oportunistas que aprovechan las carencias del sistema; forman parte
de las propias raíces del sistema y el sistema las alimenta y las protege como
uno de sus activos más valiosos.
Y el sistema les ha buscado una patria
acogedora, los paraísos fiscales. Alguno de los euros que gasto en gasolina
realizará, sin duda, un viaje purificador a uno de esos lugares de
peregrinación obligada para el dinero negro y volverá luego al mercado,
impoluto, dispuesto a convertirse en beneficio de algún accionista de la
industria armamentística, de conciencia tan limpia como un corporal.
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