Escandallo. Si la tuviera, apostaría mi alma a
que no habéis usado esta palabra en vuestra vida. Yo, sí. La usé y la escuché
cientos de veces. Tengo por seguro que una buena parte del lenguaje, aunque
perviva en el diccionario, morirá por desuso con mi generación, la que nació
entre los escombros humeantes de la Segunda Guerra Mundial y se amamantó con
leche materna empobrecida por las cartillas de racionamiento. Tampoco es que
importe mucho, porque cada día nacen palabras nuevas en el taller de la
creación humana.
Dice el diccionario de la RAE que
escandallo, entre otras acepciones, es la evaluación de la calidad de un
conjunto mediante la evaluación de unas unidades escogidas más o menos al azar.
En verano, en la dehesa extremeña
donde aprendí a vivir, la tierra se agostaba y el alimento natural de los
animales empezaba a escasear. Los animales más sensibles ante esa situación de
carestía debían ser los cerdos, porque era el momento en que llegaban
cargamentos de vezas, habas secas o maíz, destinado a los barreños de la
zahúrda.
Celoso de la rentabilidad de su
inversión, el dueño solicitaba información periódica del peso de la piara. Y el
procedimiento tradicional era el escandallo. Para evitarse el fatigoso trabajo
de pesar doscientos cerdos, los mayorales seleccionaban al azar quince o
veinte. Les marcaban los lomos con un brochazo de brea, y periódicamente se
pesaban y se anotaba el peso de cada uno de ellos. Resultaba luego fácil
calcular el rendimiento en arrobas de carne que estaba produciendo la inversión
en grano.
Si os parece que pesar quince o
veinte cerdos no debía ser un trabajo complicado es que nunca habéis pesado un cerdo con romana, cinchado con sogas y suspendido en el aire. Tampoco
imagináis a qué distancia pueden oírse en la dehesa las protestas de un cerdo
al que se le rompe su rutina y se le priva de la seguridad de tener sus cuatro
pezuñas sobre el suelo. He oído, sin embargo, música tecno más agresiva en
alguna discoteca.
La inversión debía ser rentable,
porque el ritual del escandallo se repetía cada verano.
Y hoy el término escandallo se me
viene a la mente con frecuencia cuando leo o escucho el término IBEX 35.
Resulta inevitable. El IBEX 35 está integrado por las empresas más rentables de
las que cotizan en la Bolsa española. La selección no es azarosa, no depende la
voluntad de los mayorales, sino del valor de sus acciones. Sobre ellas se realiza cada día, cada hora,
cada minuto, el escandallo incierto de nuestra economía. El gobierno, la banca,
los inversores tienen siempre un ojo dedicado al pesaje de esos cerdos, los más
rollizos de la pocilga.
Ayer salió a la luz un informe de
Intermon-Oxfam, la ONG más significada por su trayectoria en su lucha contra la
pobreza y la injusticia en cualquier lugar del mundo. Según los datos que
maneja, todas la empresas del IBEX 35, menos una, tienen filiales en paraísos
fiscales para evadir impuestos. En 8000 millones de euros calcula esta ONG las
pérdidas que los cerdos mejor alimentados de la pocilga patria ocasionan a la
Hacienda Pública.
Imaginaos que la piara de la dehesa
de mi infancia decidiera por propia iniciativa huir a la dehesa del vecino la
noche antes de que llegara el camión del matadero y decidieran dejar los
beneficios en casa de quien no había invertido en engordarlos. Imaginaos que el
dueño de la dehesa de al lado diera por buena la iniciativa de los cerdos y se
embolsara las pesetas – la moneda de entonces- de la venta.
¿Podéis imaginar a esos dos hombres
recios, herederos de los viejos caciques de la Restauración, propensos a ceñirse
la canana con cartuchos de montería, terciar la escopeta sobre el arzón de la
montura del caballo, y salirle al encuentro al enemigo, tomando manzanilla en
el casino de los señoritos de forma civilizada, sin hacer siquiera mención a
los cochinos…?
Yo, no. Pero los tiempos han
cambiado.
Ahora, mientras las arrobas de los impuestos
de nuestros cerdos mejor cebados se escabullen a Holanda y Luxemburgo donde
pagan ridículas cantidades, los señoritos toman gin tonic en la lujosa
cafetería del Parlamento Europeo, o en los más exclusivos locales de alterne de
Bruselas. Y si algún desavisado llega
preguntando por sus cerdos, lo pondrán de patitas en la calle. Esas son
cuestiones que no plantean los verdaderos caballeros, procedimientos de gente
bajuna y anclada en el pasado. Poco importan los cerdos si los dividendos los
pagan las pensiones de los europeos más pobres, los salarios devaluados de los
trabajadores más pobres, los servicios públicos esquilmados de los países
periféricos, los niños hambrientos de media Europa.
Y hemos de creer que, mientras los
cerdos que engordó nuestra dehesa saqueada huyen a los corrales del vecino, las
reformas, ese eufemismo odioso que esconde un atentado contra los cimientos del
propio estado democrático, son la panacea de nuestros males.
Estos cínicos que gobiernan Europa
se han convertido en una amenaza para la propia Europa.
Si os interesa, con un simple clic
en cualquier buscador podréis conocer de
qué empresas se trata; incluso sin buscarlas acertaríais el nombre de casi
todas ellas; estos cerdos, al contrario que los cerdos de mi infancia, tienen
nombre.
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