Dejadlo
descansar; dio cuanto tuvo, el retrato descarnado y amable de un país desquiciado
que cabalgaba por la Mancha en un rocín que no gozó nunca de un pienso
generoso.
No
hay nada que nos enseñen esos huesos, salvo que el interés remueve tumbas o
atenta contra anfiteatros romanos convertidos en pistas deportivas.
Alguien colocará una urna en el centro de una
sala protegiendo unos huesos a los que han privado de su paz merecida y nos
dirán que eso es cultura. Los bares de la zona y los oportunistas bendecirán
tamaño esfuerzo.
Mientras
tanto hay un Cervantes vivo, harapiento y avergonzado, al que matamos cada día
con nuestra incuria colectiva y con el desprecio de los planes de Estudio diseñados
por la iniciativa empresarial y por las fundaciones de los grandes bancos.
Matamos su palabra viva y buscamos el imposible desagravio tratando de identificar
su esqueleto descompuesto en un osario colectivo.
Si
cabalgara de nuevo D. Quijote, nos tendría ya enfilados con la punta de su
lanza justiciera.
Quizás
deberíamos preguntarnos quién es el loco de esta historia
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