El verano del 69 -veinte de julio de 1969
exactamente- es recordado por un acontecimiento histórico. La humanidad asistió
entre admirada y temerosa al alunizaje de una nave tripulada por astronautas
americanos. Yo lo recuerdo por razones distintas. Fue mi bautismo de fuego
contra la crueldad inhumana de una dictadura y la constatación de que la
actuación humana obra sus frutos.
En
el término de El Palmar de Troya, una pedanía de Utrera que logró notoriedad
gracias a una virgen que se aparecía sobre un lentisco, no lejos del embalse
Torre de Águila, existía un poblado casi prehistórico, por sus condiciones,
habitado por no más de cuarenta familias represaliadas por la dictadura
franquista. Eran descendientes de presos políticos obligados a trabajar en la construcción
de aquel embalse. Supongo que serían soldados republicanos con escasa
trayectoria política, porque de otra forma habrían sido pasados por las armas.
Supongo también que, acabadas las obras, la dictadura les permitiría quedarse
en el campamento, vetándoles su inclusión en las zonas urbanas
próximas.
Aquel
asentamiento,-desconozco si hoy sigue existiendo, aunque merecía la pena
convertirlo en museo de las miserias de aquella dictadura-, era conocido como El
poblado del Pantano. Estaba conformado por cabañas de barro con el techo de
centeno o juncos entrelazados; carecía de luz eléctrica, de cualquier forma de
urbanismo, como agua corriente o cloacas, no había servicios médicos, ni
escuela; tampoco muchos de sus habitantes figuraban en ningún registro, y la
forma de matrimonio habitual era la de los hechos consumados: se simulaba un
rapto y , cuando la pareja volvía a casa al cabo de varios días, las familias
admitían que el matrimonio se habría consumado y la aldea volvía a su
normalidad tras construir una cabaña a los dos fugitivos retornados.
Yo
tuve noticias de aquel sitio olvidado y sin escuela por dos curas de los que
entonces el régimen llamaba curas comunistas. Me explicaron las razones del
aislamiento. Me propusieron llanamente dedicar mis vacaciones de verano a la
alfabetización de aquella gente. A mí y a algunos más. Y aceptamos. Cáritas nos ponía un plato de comida sobre la
mesa y lo demás era cosa nuestra. Cosas de adolescentes que esperaban un país
más razonable en cuanto la democracia nos protegiera con sus alas desplegadas y
amorosas. Mientras había que ir preparándolo para aquel día glorioso, paliar
los daños con el esfuerzo y el compromiso personal. Fueron dos veranos de
aprendizaje mutuo. Fui feliz de una forma inexplicable porque veía a aquella
gente de todas las edades acudir a nuestras clases permanentes,-diez o doce
horas diarias para facilitar la asistencia a quienes trabajaban en la
recolección o en las eras de la zona-, a cualquier hora, cualquier día de la
semana. Los vi felices y agradecidos por la oportunidad de aprender cosas que
desconocían. Y los vi progresar. Y nos respetaban porque nos cedían de forma
generosa la choza más amplia del poblado.
Dábamos
clases en un granero con el techo de uralita, plagado de nidos de golondrinas
ruidosas que sacaban adelante sus polladas y nos cagaban los cuadernos de
escritura; acosados por las avispas que fabricaban sus panales a no mucha
distancia, y visitados con frecuencia por gallinas oportunistas que
aprovechaban que el granero les ofrecía sus puertas abiertas. De alguna parte
nos trajeron una pizarra destartalada y valoramos su presencia como se valora un
tesoro. No vi nunca allí un solo libro que aprovechar, pero la pizarra y los
cuadernos paliaban aquella desconexión con el conocimiento humano.
Aun
no sabíamos que un día tendríamos conexión inmediata con el resto del mundo en
una pantalla táctil. Ni siquiera sabíamos entonces que éramos continuadores de
las misiones pedagógicas con las que la Segunda República comprometía a los
intelectuales de su época en la alfabetización del país. De haberlo sabido, me
habría inundado un arrebato de soberbia, pecado frecuente en la primera
juventud.
Media
España anda hoy a la greña con la reforma universitaria del PP. Y con razón.
Pero hubo tiempos peores para la Universidad española y no hace tanto de eso.
Y,
mucho peores, si nos asomamos a los rescoldos históricos del absolutismo
español. En 1830, Fernando VII cerró sine
die las universidades españolas porque, a pesar de las drásticas
disposiciones para ejercer un rígido
control ideológico sobre ellas, objetivo primordial del denominado Plan
Calomarde, el Wert de la época, desconfiaba de la cultura porque es el caldo de
cultivo de la libertad. Isabel II las reabrió cuando la guerra sucesoria obligó
a la corona a rehabilitar políticamente al tibio liberalismo español.
Y
hablando, por hablar, de asuntos que atañen a mi oficio, este oficio prometeico
que suele estar bajo sospecha casi siempre, me parece que libra una batalla
duradera, subterránea y feroz, en la que enemigos ancestrales, más poderosos
cada día, intentan imponernos sus duras condiciones.
Se
nos echa a las fieras con frecuencia, porque el sistema educativo español es
una rémora para la competitividad que los tiempos nos exigen.
Todos
los que aspiran a controlar el mundo nos subrayan sus indudables prioridades y
nos descalifican porque no asumimos
sin resistencia sus propuestas
interesadas y viciadas. Cada uno de esos intereses poderosos aspira a que le
fabriquemos un ser humano a su medida, como si eso fuera no ya aceptable, sino
posible. Simples y obcecados, conciben el ser humano como un puro instrumento
de sus propios intereses. Desconocen la complejidad humana, el duro tejido que
se ha ido desarrollando a lo largo de los siglos en la conciencia humana, hecho
de células de conciencia individual , de resistencia a cada dictadura, enmascarada o manifiesta, de
libertad y de valores indelebles, aunque a veces parezcan hibernados.
Otros
aspiran a cosas más prosaicas, como que asumamos definitivamente que hoy no es
posible enseñar sin cachivaches electrónicos que habrán de suplantar la memoria
humana, como poco. He recibido un insultante tríptico que me anima a
inscribirme en unas jornadas de capacitación profesional docente. Aprenderé en
esas interesantes exposiciones que con el dominio de las tabletas, móviles y artilugios similares y de sus aplicaciones ya
es posible “aprender sin pensar”.
Ahí
les duele. Que la gente piense resulta una costumbre sospechosa.
Y
antes o después lograrán que muchos de nosotros nos convirtamos en
involuntarios promotores de sus intereses comerciales. La campaña es feroz.
Desde todos los rincones nos bombardean y bombardean a la sociedad, que pronto
comenzará a solicitar de los Centros escolares el uso indiscriminado del
teléfono móvil en las clases para que los escolares tengan libre acceso a los
contenidos de internet, la memoria común y colectiva. Así, pobres míos, no
tendrán que aprender las tablas de multiplicar, pongo por caso.
No
soy enemigo de las nuevas tecnologías; promuevo su uso entre el alumnado; las
uso con ellos; son un instrumento extraordinario que facilita y enriquece el
proceso de aprendizaje.
Pero
son solo eso, un instrumento.
Y
distingo lo que el capitalismo envolvente ya ha olvidado. Entre mis alumnos los
hay excluidos de tres comidas diarias,
excluidos de una vivienda digna, excluidos de un teléfono móvil, de una
tableta, de un ordenador personal y de internet. Pero mientras yo pueda no
quedarán excluidos de mis palabras, de
mis humildes explicaciones en el encerado, del humilde material adaptado que
elaboro para ellos. Yo no ampliaré la brecha de las desigualdades humanas de
forma voluntaria y consciente. Allá y se les reviente la garganta descalificando
mi actuación.
Seguramente,
este oficio denostado y temible que han intentado tantas veces someter a sus
dictados, comenzó con un ser humano enseñando a otro ser humano habilidades
para cazar un ciervo con dibujos sobre una pared de roca y a la luz de una
hoguera. Y a pesar de aquello, no hemos dejado de progresar. La educación
agradece la riqueza de medios e instrumentos, pero nunca ha dependido
exclusivamente de ellos. Tendrán que
admitirlo alguna vez.
Y
un instrumento no puede aspirar a convertirse en el centro del sistema, en la
estrella invitada, en el marcador de la excelencia. Pero eso quieren en el
colmo de la osadía publicitaria quienes aspiran a multiplicar sus beneficios.
No predican sus virtudes. Descalifican ferozmente a quienes no se han
convertido en sus promotores en las aulas, profesores del siglo XIX, que aun
andan anclados en la memorización de los reyes godos, según cuentan. No sé desde cuándo no entran en un aula muchos
de esos predicadores que me insultan sin conocerme
Se
percibe su presencia en la publicidad a doble página de los periódicos, en los
artículos pagados de opinión revestidos de autoridad indiscutible, en las
campañas desaforadas de actualización profesional que nos llegan a los centros.
Ponga
en su vida un cachivache y sus alumnos aprenderán sin necesidad de pensar.
Y
cuando todos estemos conectados, serán sus aplicaciones gratuitas las que
dictarán sin demasiados impedimentos qué deben aprender, qué deben pensar, qué
deben considerar inevitable, qué deben creer, qué deben respetar. Todos seremos
un cerebro colectivo y dependiente conectado al cerebro que gobierna.Controlando el servidor central,el
mundo será de quien diseñó este plan tan bien urdido. Conductismo avanzado. Un
plan perfecto.
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