El sistema educativo español es un
fracaso. O, al menos eso, dicen. En los últimos tiempos no hay voz autorizada
en las tribunas públicas que no eche sobre la educación española una buena
paletada de responsabilidad en el fracaso del país por alcanzar un estatus de nación
razonablemente estable entre las democracias occidentales.
Equiparan ese fracaso del sistema
educativo al deterioro institucional y a la corrupción como los principales
problemas que nos arrastran al sumidero de los países pobres, dependientes,
insatisfechos consigo mismos.
Afirman esas voces autorizadas de la
Empresa, de las élites intelectuales, de las grandes corporaciones de intereses
ocultos bajo siglas impolutas, que seguimos empeñados en enseñar “contenidos
enlatados” del pasado y que en España se practica la enseñanza memorística.
Como gran argumento sobre el que
sustentan sus teorías esgrimen las evaluaciones Pisa.
Pronto se cumplirán cuarenta años
desde que yo ando aportando mi parte alícuota de responsabilidad a este fracaso
colectivo. Puedo jurar sobre las pastas de cualquiera de los libros sagrados
que la humanidad ha ido generando para suavizar el temor a la muerte que el rasgo colectivo que más me desespera entre las nuevas generaciones, desde hace ya
muchas, es el desprecio a la memoria; puedo
afirmar rotundamente que buena parte del denominado fracaso escolar
hunde sus raíces precisamente en esa carencia voluntariamente cultivada. Lo
comprendido y olvidado no genera cimientos sobre los que construir nuevos
conocimientos. De esa forma el proceso formativo progresa escasamente o no
progresa.
Lo malo del tópico es que convierte
en autoridad a quien lo esgrime y oculta su pereza para ahondar en la realidad
que se intenta describir. Y lo peor del tópico es que, en demasiadas ocasiones,
es hermano gemelo del engaño.
¿Qué convierte en imprescindible a
un eminente cirujano, a un buen jurista, a un ingeniero, a un programador, al
mecánico que te repara la bomba de gasolina?
Yo creo que sus conocimientos
“enlatados”, parte de los cuales son producto de la propia experiencia. Pero el
haber acumulado esa experiencia no habría sido posible sin un umbral suficiente
de conocimientos “enlatados” que recibió de otros. Esa y no otra es la función de la Enseñanza; transmitir saberes acumulados para propiciar el progreso.
Si cada generación humana hubiera
debido descubrir el principio de
Arquímedes, aun navegaríamos en balsas de troncos.
En realidad, en todo este entramado
de acusaciones, especialmente en asunto tan decisivo como la enseñanza,
subyacen cuestiones ideológicas encontradas. Y las ideologías son solo la
respuesta moral a nuestra concepción del ser humano. En los últimos tiempos las
diferencias ideológicas entre la derecha y la izquierda se han aminorado,
porque el sistema dominante, el capitalismo,
ha impuesto, otra vez, una concepción instrumental del ser humano que
ambas ha acabado por aceptar.
Que nuestro sistema educativo es
mejorable no merece discusión alguna.
Durante nuestra corta experiencia
democrática hemos conocido siete leyes orgánicas que han regulado la Educación
en España, si bien una de ellas la LGE, de 1970, fue elaborada por un ministro
de los últimos gobiernos franquistas, Villar Palasí. En algunas de sus
disposiciones estuvo en vigor hasta 1990.
De esa variedad de propuestas
legales, e ideológicas, se deduce que la Educación en este país no ha merecido
nunca el rango de cuestión de Estado que justificara un pacto nacional desde
los primeros años de la Transición. En la propuesta educativa nos quedamos
anclados en el siglo XIX; cada cambio de gobierno solicitó entonces una
constitución a la medida de los intereses o de la ideología del vencedor. Aquí,
cada triunfo de un partido diferente nos cambió la propuesta educativa. Ninguna
ley tuvo tiempo de arraigar de forma sólida; probablemente ninguna de ellas lo
mereció, porque ninguna de ellas nació del consenso amplio que la Educación
requiere.
Tal sobreabundancia de
transformaciones legales en un breve periodo de tiempo resulta muy dañina. Y no
me extenderé demasiado en explicar por qué. No es ese el objetivo de este
artículo.
El objetivo de este artículo es
hablar del verdadero fracaso de la Enseñanza.
Os diré cuál es mi concepción del
verdadero fracaso de la Enseñanza. Si tras una larga travesía por lo centros de
educación durante dieciocho o veinte o veintitantos años de su vida, un
individuo afronta el resto de su vida sin capacidad para elaborar un proyecto
vital y defenderlo con recursos morales, ideológicos, técnicos y culturales
suficientes, habremos fracasado. Si un individuo no es capaz de detenerse ante
el confuso panorama del presente para interpretarlo a la luz de las causas que
lo han ido conformando, para analizar
los males de su tiempo y elegir el plato de la balanza donde su escasa
fuerza individual puede sumarse a la de otros para mejorar las condiciones de
vida que desea, entonces habremos fracasado.
¿Sabéis a lo que aspiro cada mañana
cuando entro por las puertas de mi aula?
A ver salir al alumnado un día, al final del proceso, con un ánimo alegre, una
esperanza intacta, y una mente temible para quienes aspiren a dominar el mundo
en contra de sus valores y de sus intereses. Esa utópica esperanza me hace amar
este oficio de forma apasionada. Y también me hace temer la vejez, porque un
día me faltarán las fuerzas para seguir en esa guerra incruenta, amorosa, feroz
y prometeica.
(Mañana,más. Reflexionar sobre la Enseñanza demanda mucho espacio y no quiero cansaros en exceso)
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