La
peor señal que se detecta es la sensación colectiva de que estamos abocados a
aceptar la realidad actual, porque no tenemos capacidad de modificarla; quizás,
-nos decimos-, podremos aminorar los daños, prolongar la agonía, dulcificar en
parte las consecuencias. Esa sensación de imposibilidad inutiliza a las
sociedades; son el perfecto caldo de cultivo para la pervivencia del sistema
actual, aparentemente democrático, que permite el monopolio de los beneficios a
la oligarquía económica que ha colonizado o corrompido los instrumentos
clásicos del poder.
La época de desesperanza colectiva
suele coincidir con la descomposición de los instrumentos que sirven para aunar
el impulso social, pongamos por caso, los partidos tradicionales a los que la
gente ha encomendado la gestión de la vida pública. Con el material de derribo
florecen otros, caracterizados por la exclusión, por la búsqueda de enemigos a
quienes culpar del deterioro que ha experimentado nuestra vida, por el discurso
agresivo, la prédica de la violencia como instrumento para garantizar la propia
supervivencia ante el invasor o el enemigo.
Y en el plano individual, el
derrotismo, la tentación de la inacción a la que conduce la desesperanza de que
cualquier iniciativa tenga alguna utilidad. Entre esos que nada esperan ya, se
encuentran quienes aguardan,- digo aguardan muy conscientemente,- a que el
sistema actual se descomponga definitivamente algún día, porque solo de su
destrucción cabe alimentar alguna esperanza de futuro. El arma definitiva,- dicen-, será la
abstención. Porque una abstención elevada dejará a cualquier gobierno sin
legitimidad. Abogan por ella, a veces,- las menos-, con una brillante
exposición intelectual, pero casi siempre con discursos excluyentes y
descalificatorios que podríamos incluir en las prácticas de cualquier integrismo conocido. Solo mi verdad es la
verdad, y el resto de vosotros sois descerebrados, intelectualmente
dependientes.
No es sino una señal de los tiempos,
el fruto lógico de la situación social, política e intelectual empobrecidas.
Nada es casual ni azaroso en las actitudes extremas de la humanidad; son la
respuesta a situaciones extremas de indefensión y de desesperanza. Esta lo es.
Este debate sobre la destrucción o
la reparación de las estructuras políticas y sociales no es de hoy, ni de ayer
en las redes sociales; está en el origen mismo de los movimientos obreros del
XIX. Produjo enemigos irreconciliables, y el paso del tiempo no ha mitigado el
odio, más evidente por parte de quienes no han alcanzado nunca la cuota de
poder suficiente para poner en práctica su proyecto. Tampoco lo ha mitigado la experiencia
histórica, ni la guerra civil española con su revolución pendiente mientras el
enemigo era cada día más dominante; ni la Segunda Guerra Mundial, ni la caída
de los Regímenes Comunistas en los países del Este de Europa; ni la
globalización, un enemigo nuevo y poderoso; ni el empobrecimiento de la Europa
comunitaria. Pero este debate ya está en “Germinal”, una novela del XIX francés, muestra inequívoca del mejor realismo europeo. El mismo debate, con
las mismas palabras; como si el tiempo y las ideas se hubieran quedado
congelados.
Esperemos a que el sistema caiga. No importan cuántas
víctimas resulten necesarias, nos predican los profetas de la Utopía que un día
se hará carne y habitará entre nosotros. Sólo que ese día no llegará jamás. La
búsqueda del imprfecto equilibrio social y económico es una batalla cotidiana.
A veces avanzamos, a veces recibimos derrotas ominosas. Es la propia vida. No
podemos sentarnos a esperar a que el sistema se derrumbe por causa de sus
contradicciones. Desde que tenemos memoria histórica, cualquier conquista
social y política, ha sido consecuencia de la actuación y el compromiso. Jamás
la abstención, en sus mil formas, logró una victoria que adorne su currículum.
Ahora, tampoco.
Por supuesto, respeto la abstención
como respuesta política legítima, pero no acepto que se me justifique como un
instrumento de transformación.
Recientemente se hizo pública la
EPA, encuesta de población activa, del último periodo; el gobierno de Rajoy se
empeña en resaltar aspectos aparentemente positivos que derivan más de los
propios datos de población que de las mejoras que vocean; pero pasan por alto
un dato aterrador; de los seis millones de desempleados que atesora el país,
cuatro millones no perciben ya ayuda alguna por parte del Estado. Son el
desecho humano de la mal llamada crisis. Y son consecuencia, no de la herencia
recibida, sino de las políticas aplicadas por el Partido Popular. Sé que mi
abstención sería manipulada como un voto de aprobación a las medidas de Rajoy,
si su partido gana las elecciones europeas. Y no voy a permitir que mi silencio
santifique un crimen de Estado, entre otros muchos.
Del material de derribo de las viejas
estructuras de poder surgen, también, impulsos nuevos; iniciativas políticas que
pretenden encontrar respuestas necesarias; siempre han surgido, especialmente en
las peores circunstancias. Y si nos hemos desgañitado solicitando nuevas formas,
hora es de indagar en alguna de esas propuestas.
Pongamos que me inclinara a votar
por una idea con la que no pueda sentirme en desacuerdo.
Por ejemplo:
“Realizar una auditoría sobre la deuda
pública. Renegociar su devolución y suspender los pagos hasta que se haya
recuperado la economía y vuelva el crecimiento y el empleo.”
La prensa alemana tilda esta
propuesta de demagógica. Echemos la vista atrás algunos años. Al terminar la Segunda Guerra Mundial
Alemania era una ruina de proporciones bíblicas. Cargaba sobre su conciencia
con la culpa de haber ocasionado en un cuarto de siglo cien millones de muertos
por sus veleidades imperialistas; tenía entre sus méritos históricos el haber
provocado, en dos ocasiones, la ruina de infinidad de naciones de la tierra y,
especialmente, la suya propia.
Aquello sí que
fue vivir por encima de sus posibilidades, y por encima de las posibilidades
del resto del mundo.
Entre el 28 de febrero y el 8
de agosto de 1952, -fueron muchos meses y muchas sesiones de trabajo para
lograr acuerdos- se reunieron en Londres los acreedores mundiales de Alemania.
Estaban las naciones vencedoras del bloque occidental y democrático, EE.UU,
Francia, el Reino Unido, pero, además, otros veinte países, bancos de
proyección internacional y una legión de acreedores privados.
Como consecuencia
de aquellas negociaciones se firmó el acuerdo de Londres de 1953 que
liberaba a Alemania de una buena parte de los intereses acumulados, se le
condonaba la mitad de la deuda, se le ampliaba la moratoria para su devolución
en veinte años y se le concedían cinco años de carencia de devolución de
capital, - sólo debía abonar intereses- para permitirle recuperar su
industria.
Para que no se viera
drásticamente afectada en sus políticas de empleo y de atención a las
necesidades de su población - entonces el modelo comunista de la URRS era un
referente muy cercano para los obreros empobrecidos de muchas naciones
europeas- se vinculó el pago de la deuda al superávit comercial. Para
entendernos, cuando las exportaciones alemanas generaran beneficio al país,
sería ese beneficio el que haría frente a la deuda nacional.
Alemania le debe eso al resto del
mundo. Sin embargo, esa propuesta en el programa político de uno de los
candidatos europeos actualmente le parece a su oligarquía y a la voz que le
prestan sus influyentes cabeceras escritas pura demagogia.
Votaré por esta idea; si varios
millones de europeos la apoyaran, os aseguro que Europa cambiaría en un breve
periodo de tiempo. No dejaré huérfana de apoyo a una idea razonable. No dejaré que el fulgor
que me produce la ración de cólera diaria apague el fulgor de la razón. Las
ideas razonables son el motor que ha transformado el mundo. Solo necesitan la
fuerza colectiva. Yo aun creo en que, juntos, podemos. Despreciar las ideas y
sentarnos a la puerta esperando ver pasar el cadáver del enemigo es una forma
de complicidad con el propio enemigo. Nunca tendremos el sistema perfecto; es
una esperanza ilusoria pero tenemos la obligación de corregir, de defender, de
mejorar el que tenemos.
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