Recientemente ha sido noticia que la reina de Inglaterra -y el gobierno, se supone- ha perdonado e indultado al padre de la inteligencia artificial, héroe de la Segunda Guerra Mundial, que ayudó a descifrar los mensajes alemanes y, por consiguiente, a la supervivencia de su país. Fue condenado por sus inclinaciones homosexuales y apartado, como un apestado, de la sociedad. Apareció muerto, envenenado, sin que se sepa a ciencia cierta si aquella muerte fue un suicidio. ¡Que más da! Antes había sido sometido a castración química.
Avergüenza que otorguen su perdón aquellos que debieran implorar el perdón de los demás; que indulten quienes debieran estar condenados por crímenes contra la humanidad.
Y el integrismo católico aun andará retirando de la vía pública los altares móviles y la parafernalia de su proclama a los cuatro vientos de cuál es la única familia que ellos aceptan y pretenden imponer a los demás. De paso, dan gracias a dios por el ministro Gallardón, fiel instrumento de sus mandados.
Llevan siglos así. Hay una moral inicua que se otorga el derecho de regular la sexualidad y las conciencias individuales.
Tienen miedo del individuo, de su capacidad de reinventar la vida en busca de un derecho inalienable, ese al menos es nuestro porque late poderosamente en nuestro interior, el derecho a buscar la felicidad, aunque a veces nos resulte engañosa y efímera.Poco importa. Así es la condenada. Engañosa, casi siempre; efímera, porque así es nuestra naturaleza.
Por si pudiera ilustrar a alguien, hoy os dejo pequeños trozos seleccionados de un librito pequeño, un viaje a través de la geografía de la Grecia que aparece en la Odisea y de los sentimientos y las frustraciones de algunas de sus mujeres más notables.
En los textos seleccionados es Penélope, abrumada por la soledad y por el duradero abandono de su marido, entregado a empresas que ella no entiende ni comparte, la que nos va desgranando sensaciones y sentimientos. Los números en subíndice no significan nada en esta entrada. Son referencias, glosas, del libro que pronto habrá de ver la luz. Las he evitado aquí, por razones de espacio.
Reivindico con ello la condición humana, tan frágil ante la soledad indeseada; la fuerza de nuestros propios impulsos naturales; la belleza del amor y de la sexualidad libre y gozosamente compartida.
Que el 2014 os proporcione amor a borbotones, como un manantial inagotable y fresco.
Durante muchos años el palacio del rey guardó su ausencia. Se cubrieron los muebles bien labrados con los paños oscuros que se guardaban para los funerales de Laertes; mandé a mis esclavos retirar la rica vajilla, las cráteras de plata, los tapices polícromos de Siria y los adornos de marfil de Babilonia; despedí a los citaristas y a las danzarinas orientales que compró Odiseo a los piratas focenses para que danzaran desnudas ante sus capitanes en las noches de ocio y abundante libación de vino rodio; y entregué el cuidado de la hacienda a un ecónomo de honradez bien probada. Luego, como hembra viuda, renuncié a collares, ajorcas y diademas.
***
Renuncié,
también, a mis paseos en barca por la
tranquila bahía que lame con sus aguas espumosas el bosquecillo de laureles de
palacio, donde alguna vez el rey me persiguió simulándose un fauno, y me poseyó
con la impaciente violencia del guerrero.
No he de
negar ahora que me turbaba la presencia de un remero joven, de espalda
musculosa, dentadura blanca como el azahar del limonero en primavera, y ojos
azules y profundos como el mar de Corinto. Semejante a un dios era el remero
Etón. Y Afrodita (29) destilaba en mi
corazón despechado sentimientos confusos, avivando el fuego que yo creía
dormido desde la marcha del rey.
No he de
negar que me turbaba su presencia y su perfil dorado de pescador de Thera (30); y que alguna
vez, mientras me llevaba hasta la barca entre sus brazos, para evitar que se
mojaran los bordes de mi falda, tentada estuve de acariciar el vello dorado de
su pecho con la yema de mis dedos y de acercar mis labios a su boca. Bajo el triángulo de lino que cubre
su cintura, yo presentía su sexo turbador. Demasiado próximo para una reina
solitaria que empieza a envejecer en un lecho desolado y frío.
***
Si alguna vez vuelve Odiseo, el paso arrogante, con su
piel de pantera sobre el hombro derecho, el arco curvado, blandiendo sus lanzas
de puntas broncíneas, tendrá para calentar su vejez el vino de Mesara (31) y el recuerdo de
su gloria en los tapices. Para la reina quedará compartir en secreto su
nostalgia y sus achaques.
Los
guerreros envejecen antes que el resto de los hombres. Han convivido con la
Parca en cada guerra y el aliento envenenado de la muerte compartida les
arrebata el vigor con prontitud. Sólo encuentran consuelo en recordar sus
hazañas a los parásitos que frecuentan los fogones de su casa, en el juego de
tabas y en el vino. Rara vez se ocupan, como antaño, de la caza del toro
salvaje, y olvidan sus jaurías, y despiden a sus ojeadores, abrumados por la
añoranza y por el recuerdo doloroso de sus cicatrices.
Con la
paz se vuelven melancólicos los guerreros. Llegan, incluso, a detestar a los que cantan peanes (32) en honor de
Apolo para celebrar la victoria, y rehúyen con el tiempo los cortejos de címbalos
y escudos entrelazados, sobre los que alguna vez se sintieron dioses adorados
por la multitud.
Y en el
tálamo se comportan de forma distraída, como si
alguna mujer que conocieran en un
lugar lejano se hubiera adueñado de todo su deseo, de toda
su memoria.
***
He visto a las doncellas de palacio bañándose desnudas
entre los delfines y las algas. Y la contemplación de sus alcorcillos morenos y
prietos, el oscuro reflejo de algún pubis de niña entre las aguas claras, me ha
despertado una fiebre desconocida, como si Afrodita encontrara placer en confundir
el corazón de una mujer que envejece sin compañía en su lecho. Incluso se
complace en ocupar mis fantasías con un esclavo nubio (35) que guarda las
puertas de palacio. Los ojos imprudentes de la reina se demoran con placer en
la bolsa de cuero que protege su sexo. Y hay noches en que el nubio visita mis
sueños intranquilos, coloca una azagaya oscura entre mis pechos, y aguarda mis
órdenes con mirada en las que se mezclan el orgullo del varón y la docilidad
del esclavo. Yo acerco mis labios a su lanza de bronce y, luego, me despierto
bañada de sudores. Una saliva espesa me entorpece el aliento. Late en mi
vientre un hambre antigua, ésa que cuenta la leyenda que ha convertido a las
mujeres solitarias en delfines para buscar en el mar el remedio salvaje a un mal tan antiguo como nosotras mismas. No
la sacian la leche ni las frutas que han dejado a mi alcance las manos
previsoras de Euriclea.
He hecho
azotar al nubio en mi presencia para castigar mi pesadilla o mi deseo y me reprenden
los ojos apacibles de la nodriza del rey.
***
Es más de medianoche. Fluyen las horas. Yo estoy sola y
velo.
Ruego a
los inmortales que me concedan el corazón helado de Artemisa (36), que no ha
conocido jamás el acoso impaciente de este fuego.
Velan también los
pretendientes. Escucho sus risas y sus conversaciones insulsas de borrachos.
Presienten que se derrumba el orgullo de Penélope, y ya cruzan apuestas sobre
quién será el primero en compartir con ella el tálamo del rey. Para librarme de
sus atenciones indecentes les he propuesto un juego. Aquel que acierte con la
flecha a una manzana desde cincuenta pasos, tendrá derecho a cortejarme. Me pidieron el arco que Odiseo
se trajo de Mesina (37), pero ninguno ha podido hasta ahora tensar el arco del poderoso Éurito (38). Así que ahora compiten entre sí con un arco vulgar de madera de tejo.
***
Han traído a mi presencia
a un vidente, ciego como Tiresias (40). Dicen que ha
bebido el agua (41) de la fuente de
Apolo y de las Musas. Ha visto en sueños a Odiseo desnudo ante una niña de
cabellos dorados en la corte de los Feacios (42). Presiente su
mente enfebrecida por el agua de Apolo que ha de volver el rey vestido con
andrajos, pero no sabe cuándo.
He
pedido a Clarica, la joven esclava que cuida mi baño y mis vestidos, que le dé
una moneda de oro y lo acompañe a la cocina para reparar sus fuerzas
desgastadas. He sabido luego que ese coro de ranas que son los pretendientes le
ha solicitado profecías sobre el tiempo que aún mantendrá su castidad la reina.
Dice Clarica que el adivino ha reflexionado durante largo rato.
“Ninguno de vosotros
compartirá su lecho”, ha dicho luego.
Y los nobles
ociosos de Ítaca, los jóvenes imberbes que esperan la corona de esta tierra
cortejando a una reina que podría ser su madre, las bárbaros rudos, rompieron a
reír, y volvieron al arco.
Dice
también Clarica que el anciano murmuró más tarde que la celosa Hera impedirá a
cualquier varón que se acerque a mi lecho, hasta que vuelva el rey. Pero
ellos no lo oyeron.
Mandé a
los sacerdotes que sacrificaran un buey blanco, y que quemaran sus vísceras
grasientas mezcladas con incienso ante el altar de Poseidón (43) para aplacar su
cólera ciega. Una procesión de doncellas y jóvenes, vestidos de blanco, ha
bajado hasta la playa con cestas de jazmines, y ha entonado cantos para que las
Nereidas (44) propicien el
retorno feliz de la nao de Odiseo.
El calor
de Ítaca es aún soportable. Están en flor los bosques de manzanos. Difunde el
anís su fragancia delicada. Y ya se han cubierto las laderas con las rosas
tempranas.
***
La profecía del adivino sobre la maldición con la que Hera
aparta a los varones de mi lecho me trae a la mente las costumbres liberales de
Lesbos (45) , mientras
Clarica entretiene mi tedio pesaroso interpretando las danzas graciosas de la
tierra de Minos (46) con las piernas
desnudas. No descansa Afrodita en su trabajo. Sabe tocar Clarica la lira de
ocho cuerdas, y hace hablar a los
caramillos (47) gemelos con
ritmo apasionado. Me complace en exceso la visión de sus senos menudos bajo la
tela transparente de su blusa. El vuelo de su falda deja al descubierto unos
muslos que parecen salidos de manos de un orfebre.
Afrodita
me incendia el corazón con un anhelo desconocido. Y deseo apagar esta sed que
me quema en su carne de nieve.
***
Rememoro sin placer el amor apresurado de Odiseo. Alguna
vez me poseyó sin soltar su clípeo (48) dorado, sin
despojarse del casco adornado con plumas, y he llegado a presentir en la risa
sucia de sus capitanes, y en el brillo de sus miradas al cruzarse conmigo, que
el rey los hacía partícipes de los secretos de su tálamo. La soberbia de los
guerreros les hace presumir de que saben despertar la sed de las mujeres. Nunca
cuentan que rara vez la sacian.
¿Qué
puede saber un guerrero de lo que oculta el corazón de una mujer? En Grecia el
amor sólo es asunto de mujeres. Ellos se ocupan de sus guerras.
***
Hoy he invitado a Clarica a compartir mi baño tibio, y
han nacido en sus pómulos de nieve dos rosas gemelas. Por respeto a la reina no
ha querido despojarse de su peplo (50) ligero, anudado
sobre el hombro con un lazo. Apenas en el agua, su figura delicada se hace visible
bajo la tela mojada y yo busco el contacto con su piel de muchacha. La esclava
virgen ha rehuido el fuego de mis ojos, sin duda turbada su inocencia por esta
pasión que ha descubierto en mí.
Contemplo
su hermosura nívea, el escorzo leve de sus pechos, sus pezones duros y pequeños,
su axila sombreada, la curva grácil de su cuello, su oreja breve, el arco
perfecto de sus cejas, sus labios carnosos que tan bien esbozan la sonrisa...
Con el
atrevimiento que sólo presta la pasión, rozo con mis pies desnudos el interior
suave de sus muslos, y me demoro allí donde presiento una dorada pelusilla, como la de los melocotones
maduros que vende en el mercado el liberto Caraxos. Tiembla Clarica con el
descubrimiento de alguna sensación desconocida, y un fuego encantador le
arrebola las mejillas. El amor me inunda con su fuerza ciega. Me quema en la
garganta el aire que respiro. Se me ha vuelto la saliva espesa como miel de
abejas.
Tomo,
entonces, su mano delicada y la llevo a mi pecho y le enseño el secreto de las
caricias placenteras, hasta que ella descubre que mi pezón oscuro se encrespa
como un pequeño animal que se dispone a luchar. Hace ya demasiado tiempo que mi
cuerpo reclama este combate incruento y singular. Guío su mano pequeña por mi
vientre, la conduzco con parsimonia por el bosque encrespado de mi pubis, y no
sé si es ella la que tiembla o soy yo la que tiemblo de deseo. Ahora podría
llorar la reina de emoción contenida durante mucho tiempo. La abrazo entonces
con una fiereza que me asusta, muy semejante a la que depara el amor de los
guerreros, le apreso el pecho con la mano que desteje los tapices que celebran
la astucia de Odiseo, y busco sus labios sonrosados para volcar mi sed antigua
sobre el manantial fresco de su boca. Es dulce
como el jugo de las granadas en sazón. Vela Afrodita por la reina,
porque los labios de Clarica se entreabren, y me devuelve la caricia
apasionada. Es una niña aún, pero su boca destila la pasión desenfrenada de una
mujer adulta. Me permite Clarica que aprisione su lengua entre mis dientes, y
la siento aletear como un pájaro nervioso en la red de un cazador. No sé cuánto
tiempo habremos dedicado a las caricias. El agua tibia está ya helada. Bulle en
mi interior una excitación desconocida. Presiente mi cuerpo un cortejo de
placeres que se acerca. Y bendigo el genio generoso de la nacida de Urano
mutilado (51) y su atrevida
inspiración.
* * *
La he
invitado a compartir el lecho de la reina esta noche cuando todos duerman. Y
ella se ha adornado el cabello con flores como una novia esperando a su amado,
y deambula por palacio sumida en un silencio ruboroso. Su mirada, cómplice y
turbada, se cruza con la mía, y me gozo en imaginar cada caricia que esta noche
compartiré con ella, mientras persigo con ojos amorosos sus caderas redondas y
su paso menudo. Odio la pereza de las horas en la cruel clepsidra, y suspiro
por la llegada de la oscuridad.
A mis
esclavas jóvenes he ordenado adornar el lecho con guirnaldas de rosas
encarnadas y anémonas blancas. De nuevo he hecho venir a los citaristas, y,
hasta el ocaso, han entretenido mi impaciencia gozosa los jóvenes de Ítaca que
cantan con voces como lirios canciones de hilanderas y campesinos. Todos
suponen que se ha alegrado el corazón de la reina con las noticias de que Odiseo
está vivo en la corte de los Feacios.
***
El rubor de Clarica y su mirada esquiva me llenan de
ternura. La he sentado en el lecho junto a mí, he ido soltando los lazos de su
pelo, depositando con parsimonia cada
flor de su adorno en la almohada, y he besado sus manos y sus ojos. Le ofrezco
una manzana dorada. Ella la toma, y logro al fin que sus ojos me miren. Me
sonríe Clarica con timidez encantadora, y descubro la turbación que la embarga
en el apresurado movimiento de su pecho. Muerde mi amada la fruta, y yo me
apresuro a robar de su boca aquel dulce bocado con un beso febril. No se ha
librado aún del sutil acoso del pudor, pero se ríe Clarica con risa cristalina,
y devoramos la manzana, en silencio, poco a poco, a besos apasionados y jugosos. Luego, he
desatado su ceñidor, y he ido retirando su peplo lentamente, controlando el
ansia de mis manos, anegando mis ojos con la pleamar hermosa de su cuerpo
desnudo.
¡Cuánto
te amo, niña mía! ¡Qué sabrá del amor un guerrero!
* * *
Ha oído
mi tierna compañera palabras amorosas y dulcísimas que el rey jamás oirá. Huele
a manzanas maduras mi Clarica. Recorro con mis labios ardorosos la piel de su
cuello; el nacimiento de sus senos pequeños y redondos; y busco sus labios
carnosos y suaves, golosa del zumo de granadas de su boca entreabierta y
gozosa. Huele también a nardos mi Clarica y hundo mi cara entre su pelo
perfumado.
¡Vida
mía! ¡Cuánto tiempo ha tardado la reina en descubrirte! ¡Qué solo el lecho de
Penélope, estando tú tan cerca!
Apreso con mis labios su pezón sonrosado de doncella,
dulce como los higos de Mitilene (53), tierno como las
fresas maduras, y lo acoso con mi lengua obstinada y traviesa, hasta que se vuelve
vigoroso y enhiesto, como un pequeño y aguerrido pregonero anunciando su
excitación. Huele a mar mi Clarica.
¡Amada
mía!
* * *
En viajes
incontables, como los de los mercaderes de esta tierra, suben mis labios a sus
labios y bajan luego, sin dejar de besarla, hasta la piel suave de su vientre. Miles de besos
sobre su piel de niña. Descubriendo caminos que Odiseo jamás descubrirá en su
periplo aventurero. Se queja tiernamente cuando intento morder su ombliguillo
diminuto, y me rechaza con el cascabeleo de su risa cristalina. Pero, cuando
mis dedos exploran los pliegues de su sexo de niña, se quiebra su risa, y se
tensa su vientre y el arco de su espalda, y entrecierra los ojos, sorprendida
por los recursos incontables del amor. Es mi pasión un río tumultuoso, un
torrente que arrastra rocas por los despeñaderos de la montaña. Pero es tierna,
delicada, suave. La pasión de una reina prisionera en el interior de una mujer.
Se demoran mis dedos en su sexo, en caricias que alternan suavidad y vigor, y me complacen sus gemidos
entrecortados, sus temblores gozosos, la sorpresa que dibuja su mirada, sus
lágrimas inexplicables, la insistencia de su boca que persigue mi boca, el
dolor de mis labios donde sus dientes han dejado una marca diminuta.
¿Dónde
has estado tanto tiempo, Clarica? ¿Cómo esta reina confundida no descubrió hace
años tu hermosura?
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