Hoy me he bebido de un sorbo un largo viaje de retorno
hacia la infancia. Un viaje hacia el pasado casi deshabitado, sin la esperanza
de compartir ningún recuerdo, porque muchas personas queridas se
ausentaron; unos porque ya, seguramente, se cumplió su tiempo; otros, porque el
tiempo aceleró su ritmo y les robó la vida muy a deshoras, cuando aún tenían
largo camino por delante. Y quien queda ha escapado ya a la tiranía de la
memoria, fugitivo del tiempo, de su propia conciencia y ajeno a sentimientos
que entristecen los latidos internos.
Me
habré cruzado con otros individuos sin lugar a dudas, cada uno buscando su
destino, quién sabe si el calor de la familia o si se trataba de una huida,
pero me ha parecido estar cruzando un páramo inhóspito, solitario, fantasmal y
desolado. Quizás puede ser culpa de las inclemencias del tiempo. Tramos de
carretera que se adentraban en una niebla espesa, como trozos desgajados de un
cielo sucio y denso que se cernía sobre los seres indefensos ante el invierno
que insinúa su crudeza desnuda; tramos de carretera bajo el leve aguijón de un
aguanieve fina y penetrante, como lágrimas heladas de los ángeles custodios de
los seres desahuciados y solitarios que llorasen a escondidas, arrepentidos por
la poca pasión que ponen en cumplir su cometido. Lágrimas de ángeles inútiles,
la mayoría según se desprende de la historia humana.
Intentando huir de esa sensación de desamparo,
recordé de pronto el poder de los cuentos que alguna vez nos refirió una voz
amable. Muchos tenían el poder de devolvernos la esperanza, porque después de
padecimientos numerosos, los protagonistas lograban su final feliz.
Con esa
intención, la de vencer mi desamparo, y quién sabe si el vuestro, hoy he
decidido que os contaré un cuento, tan real que os parecerá sacado de la vida
misma. Le procuraré un final feliz. Os lo prometo.
Había
una vez, al sur del Sur, en una ciudad provinciana donde la miseria moral, como
las cigüeñas, mantiene nidos estables para volver cuando las condiciones son
propicias, una empresa mediana con ínfulas de modernidad, maneras educadas y
corazón podrido; no es una especie rara; aunque os parezca increíble, ha
prosperado en casi todas los climas, en casi cualquier medio. Tanto le da el
bosque como el desierto, si encuentra recursos que esquilmar. Es, también, de
lo más adaptable que conozco. Ni siquiera desprecia la carroña como nutriente, cuando
llega el caso.
Hizo
fortuna por los procedimientos conocidos.
En primer lugar, por medio de una cuidadosa
selección de personal. Titulados universitarios en la especialidad que
requerían sus servicios - asesoramiento a otras empresa en cuestiones de
sostenibilidad, gestión de recursos, observación de las leyes medioambientales
y formación humana-, gente joven, con el macuto repleto de esperanza, de
estudios de postgrado, de experiencias en el extranjero, de dominio de otras
lenguas y dispuestos a demostrar su valía para asentar su futuro. Debían
disponer de carnet de conducir y de vehículo propio al servicio de la empresa.
Es cierto, les pagaban kilometraje según las disposiciones del convenio.
Y en
segundo lugar, mediante un maquiavélico sistema de remuneración: catorce pagas
anuales de mil euros. Mileuristas que tenían la obligación de acudir
al trabajo de relaciones públicas vestidos con decencia y pulcritud.
Garantizarte ese trabajo y esa paga tenía sus servidumbres; cada productor,
para potenciar su creatividad y su necesaria iniciativa, debía elaborar
proyectos y conseguir clientes cada año por cuya facturación triplicara sus
ingresos personales. De otro modo, te esperaba el paro. También cabía, una vez
superado el umbral mínimo, que tuvieras algún estímulo en forma de
reconocimiento dinerario por tu esforzada colaboración al enriquecimiento
de la empresa.
De los accionistas, denominados
también creadores de la empresa, nunca se tuvo noticias en el frente de
batalla; vivían a cubierto, en despachos blindados y secretos. Nunca bajaron a
la arena a ganar un cliente; nunca se supo de un proyecto innovador que llevara
la firma de la élite. Su función primordial, por lo que luego ha trascendido,
era contar billetes e ingresar en sus cuentas respectivas los ingresos de la
fuerza creativa y productiva multiplicados por cien probablemente.
Nada nuevo. Eso sí, controlaban los
equipos de trabajo mediante el enaltecimiento de los mediocres; la elevación a
puestos de jefatura y de dominio de la gente servil y sin conciencia, de las
bocas agradecidas y, según se ha sabido, de la más predispuesta a otorgar
favores sexuales, si resultaba requerida. Como premio, la empresa les otorgaba
el privilegio de adueñarse de proyectos y clientes de cualquiera de los
integrantes de sus equipos de trabajo, aduciendo razones peregrinas, si sus
propios objetivos anuales peligraban. La oportunidad de oro se presentaba,
indefectiblemente, cuando alguno de los trabajadores se ausentaba por razones
de salud. Una baja médica era la disculpa perfecta para que la jefatura de tu
equipo esquilmara tus proyectos y se adueñara de tus clientes, logrados en dura
competencia.
Capitalismo en estado puro. Competitividad es
el término que enmascara estas prácticas salvajes y loables desde el punto de
vista empresarial.
Durante años, aquel negocio funcionó. Ni
siquiera lo más crudo de la crisis afectó de forma llamativa a los ingresos.
En estas que llegó la reforma laboral, y el
pensamiento de los habitantes de los despachos blindados se enceló en la idea
de aumentar los beneficios aprovechando las facilidades que les otorgaban sus
compromisarios políticos. Maquinado y hecho. Durante meses, sin que los
resultados económicos se hubieran modificado de forma sustancial en ninguno de
los sectores de la empresa, fueron urdiendo condiciones simuladas de quiebra
empresarial; la más dolorosa para los trabajadores que picaban cada día y
cumplían su cometido fue la aparente ausencia de liquidez para abonar sus
nóminas. Nueve meses seguidos sin llevar a casa su salario, estirando la
paciencia y perdiendo de forma paulatina la confianza en la palabra de la
empresa de que se trataba de una situación transitoria de pronta solución. La
transitoriedad desembocó en la solicitud de un ERE y el despido masivo de la
plantilla. Se les ofreció para paliar el desdoro del desempleo un nuevo
contrato en una nueva estructura empresarial con las mismas funciones y cuyos
servicios se destinaban a los mismos clientes, pero renunciando la antigüedad y
a una parte sustancial de sus salarios.
Hubo quien se negó rotundamente a aceptar
aquella indignidad y eligió litigar en los juzgados, al amparo de los rescoldos
de legalidad laboral que aún humean entre las ascuas de la ruina moral que ha
echado el gobierno sobre la historia del país. Un juez decidirá algún día,
porque los impagos a trabajadores no son una cuestión que requiera prontitud
judicial. Y porque ya no existe el despido improcedente gracias al redentor
Rajoy.
Fueron despedidos sin compensación alguna.
Pero os prometí un final feliz y a fe mía que
lo hay. Antes de entregar las claves de sus discos duros, por las que la
empresa se garantizaba la utilización de los proyectos elaborados para el
futuro por personas con las que ya había roto el vínculo laboral, sacaron el
fruto de su trabajo y los listados de clientes.
Numerosos clientes de
aquel entramado de sucios intereses denominado empresa reciben hoy idénticos
servicios y ahorran una parte sustancial de la factura. Los desahuciados,
constituidos en cooperativa, no necesitan ya enriquecer a los parásitos que
intoxican el sistema productivo. La élite extractiva, la que ignora la ética y
las leyes para garantizar sus injustificables privilegios, en este caso ha sido
malherida por quienes ayer los sostenían con su trabajo.
Todos los cuentos debieran tener su moraleja.
Yo he sacado la mía y, gustosamente, la
pongo a vuestro alcance. Este cuento nos enseña que son indignos. Que son
fuertes, sin duda. Que los amparan sus cómplices políticos. Por
experiencia y por las bajas sufridas, sabemos también que nos han ganado casi
todas las batallas. Pero el cuento, como la vida misma, nos demuestra que esta
guerra no ha terminado todavía. En realidad, sólo es cuestión de dignidad y de
poner en valor la fortaleza colectiva.
Y luego, el voto. Que sea cada voto como
una pedrada certera y feroz en la frente del gigante filisteo que nos tiene
sitiados, el que nos ha dejado casi sin patria y sin futuro.
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