Rajoy parece no saberlo, pero hay gente que llora a solas con
frecuencia. Y están en cualquier lugar, si tienes la valentía de indagar en la
intimidad de quien se siente fracasado.
Pero Rajoy, enlodado
hasta el cuello con los casos de corrupción que
mantienen a su partido bajo una montaña de basura acumulada desde los
gobiernos de Aznar, ha dado órdenes de ensalzar la recuperación económica como
almadía que los libere del naufragio. El gallego taimado que preside el
gobierno no sabe que hay gente que llora a solas con frecuencia. Y si lo sabe,
prefiere no hacer mención de ese tributo humano que cada crisis reclama como
pago.
Tampoco parecen
saberlo quienes apoyarán sus presupuestos.
Sin embargo, lo peor
que nos ha dejado la crisis es esta gente que llora a solas.
Desconozco la
realidad de las cifras y las previsiones económicas que cada día va desgranando
el gobierno como justificación de sus aciagas medidas y para poner sordina al
llanto de quienes lloran a escondidas.
Y me resulta
imposible creer las noticias al respecto. Soy consciente de que el principal
recurso político en la actualidad para conseguir el poder o para mantenerse en
él es la manipulación, la mentira cruda, y la complicidad de muchas fuerzas que
interactúan para mantenernos medianamente apaciaguados.
Pero aun siendo
ciertas, sería una verdad que no consuela a casi nadie. El crecimiento, de
haberlo, no tiene apenas proyección social. Engrosa, en todo caso, la hucha de
los beneficios empresariales y los dividendos del accionariado de las empresas
que han convertido la tormenta económica en la ocasión perfecta. Para eso llevó
a cabo el PP su reforma laboral. Para eso ha llevado a cabo sus reformas
fiscales o ha acentuado sus tendencias
para facilitar la evasión fiscal, especialmente de las grandes corporaciones y
de las firmas que integran el IBEX 35. Prácticamente todas ellas tienen
sucursales en paraísos fiscales, y no creo que se deba a una decidida voluntad
de expandirse por otras regiones de la tierra.
Y como consecuencia
de esa gestión interesada de la crisis que han hecho cleptócratas de pro y
discurso engañoso, hay gente que llora desconsoladamente con frecuencia. Y me
consta que a solas casi siempre,
ocultando a los demás su conciencia de culpa, de fracaso y su autoestima
hundida en el fango maloliente de un presente sin empleo y un futuro sin
esperanzas. La recuperación no será una realidad hasta que esta gente que llora
a solas no deje de llorar y detente ese derecho ambiguo que establecen las
constituciones democráticas a gozar de condiciones que le permitan
llevar una vida digna.
¿Y la izquierda…? ¿Dónde
habita la izquierda, aquella que enarbolaba no hace mucho las palabras justicia
y dignidad? ¿En qué tajo se afana para que recuperemos al menos una parte de lo
que perdimos? ¿Dónde guerrea ese ejército al que confiamos la defensa de nuestras
escasas pertenencias? ¿Sabe esa izquierda que hay mucha gente que llora a
escondidas con frecuencia porque el sistema les ha arrebatado la esperanza, la
autoestima y el futuro?
Lo dudo.
Unos se afanan en presentarse
como alternativa de gobierno, como un partido con futuro, pero ante nuestros
ojos aparece sumido una guerra fratricida y feroz, que lo dejará débil,
dividido, inútil para prestar ningún servicio a la sociedad durante un largo
periodo.
Y otros son evidentemente
extraparlamentarios e imitan a la derecha más integrista en las maneras.
Prefieren el autobús a los escaños.
Lo diré abiertamente,
rememorando a un maestro antiguo en un discurso ante el Senado Romano, “aperte dicam”,
la izquierda que hoy ocupa los escaños en el Parlamento no me representa. Y la
derecha nos es digna de representarme.
No soy un caso
extraordinario. Por lo que oigo y leo, mucha gente de la que consolidó la
democracia, casi en los límites ya de nuestra vida laboral y en cierto modo
pública, compartimos ese sentimiento de orfandad.
La tecnología subvencionada en su desarrollo
por el gran capital trabaja contra el hombre en muchos casos, con el objetivo
no confeso de expulsarlo del sistema productivo para reducir costes y obligaciones
sociales, y nadie parece excesivamente preocupado por la legión de víctimas
que está generando este proceso
imparable, víctimas condenadas a la exclusión, a la vergonzante beneficencia o
a la solidaridad de la familia.
La aberración mayor
es que el sistema tiene medios precisos para que las víctimas se conviertan en
culpables: inadecuada formación, poca flexibilidad, inadaptación a las nuevas condiciones
del mercado, falta de iniciativa y de ambición. A la larga la culpa recaerá sobre
la víctima.
Ese sentimiento de
orfandad que creo compartir con mucha gente tiene que ver con el convencimiento
íntimo de que, a pesar de los esfuerzos realizados, nuestros hijos tendrán una
vida peor que la nuestra.
Tiene, también, que
ver con el hecho de que nadie, desde el Parlamento y desde la propia sociedad
civil quiere oír ese llanto avergonzado y sordo de los que lloran a solas, porque
entre todos les hemos arrebatado la dignidad, la esperanza y la autoestima.
Nosotros, también
hemos ayudado a arrebatárselas..
Lo hacemos cuando
otorgamos mayorías a un partido plagado de cleptómanos corruptos; cuando convertimos
la defensa del líder ególatra en asunto de estado, cuando valoramos más en los
discursos políticos el insulto al
contrario que una propuesta razonable para nuestras vidas.
Nosotros también somos
culpables del llanto solitario y sordo de tanta gente que ha perdido el futuro,
sin que nuestras conciencias se rebelen de manera solidaria y eficaz.
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