En ocasiones me invade la certeza de que la crisis ha consumado ya la
obligación que le impusieron. Al principio fue crisis, uno de esos desajustes
temibles que el liberalismo radical provoca de manera cíclica, porque lo lleva
incrustado en su genética irresponsable de animal de rapiña. Luego, se
convirtió en oportunidad. Y aquí estamos; a punto de celebrar con cohetería y
redoble de campanas los presupuestos generales del PP que anda bendiciendo
Ciudadanos por las esquinas mediáticas de la patria.
Toca ahora insistir en
la recuperación. Somos los campeones de la recuperación, el crecimiento y la
creación de empleo.
Al servicio de esa
buena causa el Banco de España insiste en las bondades del sistema y aventura
un crecimiento y un descenso del paro bastante prometedores.
Nos mienten. Hay
gente a la que nunca alcanzará esa ola de bonanza. Hay gente que ha sido sacrificada para propiciar el beneficio ajeno. Y, al parecer, lo hemos
aceptado, como un sacrificio necesario y nos apresuramos a esconder los
cadáveres en ese armario que tenemos
repleto de miserias: uno de cada tres niños españoles bordea la exclusión
en los límites de la pobreza; los parados de larga duración mayores de cuarenta
y cinco años no encontrarán ya salida laboral alguna, mientras el Estado se
inhibe y los margina poco a poco de sus planes de ayuda; siete de cada diez empleos de los que el
Gobierno se ufana en haber ayudado a generar, lo son por horas o por días y no
generan ingresos para atender las propias necesidades del trabajador, y el fraude fiscal no perseguido y triunfante se
aproxima a la mitad de los presupuestos generales del Estado.
La crisis ha sido la
ocasión perfecta para desmontar muchos de los logros que nos habían convertido
en una sociedad más igualitaria que nunca en nuestra larga historia. Pero,
afortunadamente, la crisis es pasado gracias al buen gobierno de una derecha
cleptócrata y vicaria de sus cómplices económicos según figura escrito en su
partida de nacimiento.
Esta derecha ha sido
fiel a los principios ideológicos en los que fundamenta su existencia: menos
estado; traspaso de servicios públicos que puedan generar beneficios a la
gestión privada; recortes presupuestarios que atentan contra el principio
radical de la democracia, la igualdad ante ley; instrumentación de la enseñanza
pública en torno a la religión y el
emprendimiento como pilares básicos, amén de una selección temprana de los
parias del futuro; reforma laboral que
ha dejado a los trabajadores indefensos frente
a la voracidad empresarial; y la permisividad acostumbrada con el gran
capital para evitarles las pesada carga de la contribución al mantenimiento del
estado con los impuestos.
Y yo tengo la
impresión que ese golpe de estado que suele generar cada gran crisis económica
se ha hecho carne y habita entre nosotros.
Se cimenta esa
certeza, sobre todo, en la actitud de la llamada izquierda, la inacción
absoluta frente a esa hoja de ruta que pende sobre el futuro de todos nosotros.
Quizás han descubierto que carecen de respuestas o que ya pasó su hora, que su única función es
servir de espita tranquilizadora a los descamisados de este mundo con propuestas
peregrinas e inútiles, discursos agresivos, y formando parte de comisiones de
investigación para investigar aquello de lo que nadie duda.
Mientras, pelean a
dentelladas por lograr la jefatura de la tribu sin más pretensión que alimentar
el ego y se atrincheran frente a quienes deberían, por proximidad ideológica y
de proyecto político, ser compañeros de viaje.
Evitan así la
responsabilidad de tener que gobernar, no sea que descubramos entonces que,
agotada ya la política de gestos, carecen de proyecto de estado, que se
quedaron perdidos en discursos enardecedores y vacios y renunciaron, o jamás lo
tuvieron, al fundamento imprescindible de las ideas y los principios que dan
sentido a la actuación política.
Puede que incluso se
hayan vuelto descreídos y cínicos.
Saben que quien
gobierna el mundo es el dinero.
Da la sensación de que esa izquierda inútil ha asumido también el papel que el sistema le otorga, adormecer nuestras demandas mientras los marginados del sistema se acostumbran a su nuevo papel, integrarse en el precariado imprescindible que reclama la globalidad, el hallazgo más rentable del capitalismo en toda su larga y exitosa trayectoria.
Da la sensación de que esa izquierda inútil ha asumido también el papel que el sistema le otorga, adormecer nuestras demandas mientras los marginados del sistema se acostumbran a su nuevo papel, integrarse en el precariado imprescindible que reclama la globalidad, el hallazgo más rentable del capitalismo en toda su larga y exitosa trayectoria.
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