Ni recuerdo cuántas veces
habré dicho que La
Historia de Europa comenzó con un rapto. Un dios rijoso y transformista raptó a
una doncella fenicia que llevaba consigo un alfabeto y, por tanto, la llave del
progreso.
He
dicho otras tantas, también, que muy al principio de
los tiempos, lo que hoy llamamos Europa era el caos incierto gobernado por las
imprecisas leyes de la evolución.
Jamás hubo una edad de oro.
Jamás los dioses bajaban cada tarde a compartir
conversación y mesa.
Jamás perdimos paraíso alguno.
Pero dijo Grecia:
“Hágase la luz”. Y vio Grecia que el pensamiento racional era bueno y que la
palabra, unida al pensamiento, genera obras hermosas y deja un poso de memoria
colectiva que llamamos cultura y nos permite progresar.
Y Europa fue posible desde aquellas semillas caídas por
azar en torno al Mar Mediterráneo.
He
afirmado también, en ocasiones, que durante un tiempo esta Europa
contradictoria y dolorida, con un pasado sangriento, me hizo alimentar una
esperanza secreta. Esta Europa tenía los instrumentos políticos y sociales para
humanizar el fenómeno desconocido de la globalización.
Ya
que tantas veces colaboró a deshumanizar el mundo, Europa tenía ahora la
obligación moral de mejorarlo.
Pero
de nuevo la raptaron. Y ahora no ha sido un toro enamorado. Las consecuencias de este rapto las
conocemos todos. La Europa que estaba llamada,
por su cultura única, a exportar sus valores humanistas y su sistema de
convivencia basado en el respeto a los derechos humanos, es ahora una comunidad
con escasa influencia en el devenir del futuro inmediato, presa de sus viejos
demonios.
Y la
razón más destacada en ese deterioro es que ha renunciado a sus raíces
culturales y a la reflexión constructiva sobre las fuentes del pasado. El
estudio de las Humanidades en un sentido amplio ha ido quedando postergado,
perdiendo prestigio en favor de saberes productivos.
Europa
afronta hoy riesgos que ponen en tela de juicio su futuro. Debe dar respuesta a
problemas, probablemente muy graves para los que no hay respuestas comunes por
parte del conjunto de países que la integran. En realidad la cohesión en
asuntos primordiales no existe. El envejecimiento de la población, la presión
de los inmigrantes en sus fronteras, las desigualdades crecientes, la imprescindible
armonización fiscal, y la floración de
nacionalismos muy próximos a los fascismos del siglo XX en sus postulados y
mensajes, son problemas muy graves que precisan una respuesta armónica y
pronta. Hay otros, pero estos son urgentes. De la respuesta que les demos
dependerá el futuro.
El
presidente de la Comisión ha presentado hoy un plan para que los líderes
nacionales europeos decidan a dónde quieren llevar el proyecto. Ha propuesto
desde reducirlo a un mero mercado común, con libertad de tránsito solo para
capitales y mercancías, hasta convertirnos en unos Estados Unidos de Europa.
Habrá
que ver qué surge, si es que surge algo.
Si
la Constitución Europea debe ser transformada brutalmente para recuperar lo que
fuimos, un club de comerciantes aventajados, que es lo que marca la tendencia
actual, yo abogaría por abandonar el club.
Sin
armonización fiscal para las empresas, Europa ya está corrompiendo su
naturaleza y permitiendo el saqueo de los impuestos de los vecinos
mediante ventajas fiscales por parte de
países insignificantes en el PIB de Europa que hacen gala de tener las rentas
per cápita más altas del mundo.
Y de
eso sabe Juncker más que nadie.
Donald
Trump, enemigo declarado de la UE, debe andar frotándose las manos.
Y,
yo, europeísta convencido por cultura y un poco por desesperación, tengo hoy
menos motivos para sentirme esperanzado.
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