La Ley General de Publicidad española
de 1988 incluye la publicidad subliminal como un tipo de publicidad ilícita,
definiéndola como “aquella que por ser emitida con estímulos en el umbral de la
sensibilidad no es conscientemente percibida”. Por consiguiente, la
prohíbe y castiga con grandes multas su incumplimiento.
La Unión Europea aún carece de legislación común al respecto, aunque cada uno
de sus integrantes disponga de legislación particular.
Existe el convencimiento de que esa publicidad se ha practicado en el cine y en
la televisión desde su propio nacimiento.
Aunque se tilda de mito malicioso, el caso que os traigo apareció en un manual
de psicología para documentar el procedimiento empleado y los efectos de la
publicidad subliminal sobre el cerebro humano.
Se dice que durante años una de las grandes multinacionales americanas de
bebidas de Cola participó en la producción de infinidad de películas a fin de
filtrar una grabación propia como publicidad subliminal en esas
películas. Veintitrés de las veinticuatro imágenes que se proyectan por segundo
sobre una pantalla de cine para dar sensación de movimiento real pertenecían al
guión verdadero, pero una de ellas era de un sediento caminante solitario por
un espacio desértico.
El ojo humano no capta esa imagen oculta entre las otras veintitrés, pero el
cerebro humano sí la capta.
Fuera cual fuera el final de aquellas películas, la del sediento tenía un final
feliz, porque justamente al borde del desierto, cuando ya parecía condenado a
la deshidratación y quién sabe si a la muerte, aparecía de forma milagrosa un
kiosco salvador con el logo de la marca de refrescos de cola y el sediento
podía calmar su sed terrible con una botella de aquel refresco que rezumaba
gotitas de agua fresca ante millones de espectadores desconocedores del proceso
publicitario al que estaban siendo sometidos, sin la opción de cambiar de
canal.
Será un mito seguramente. Pero creo que aquella práctica quedó legalmente
prohibida en los Estados Unidos en 1974 por una demanda de una firma competidora.
He recordado aquel pasaje del manual de psicología en el capítulo dedicado al
conductismo y su principal aportación al mundo en el que vivimos: “da a una
persona el estímulo adecuado y casi siempre conseguirás de ella lo que
esperas”. La publicidad y el ejercicio político dan fe de la eficacia de ese
dogma conductista.
La publicidad subliminal está prohibida ya en 50 países al menos, según los
datos que conozco.
Pero esa prohibición no es respetada en casi ninguno de ellos en el sentido
estricto.
Os dejaré una reflexión al respecto.
El diario El País, en su edición del viernes 4 de noviembre, en su sección de
Ciencia y Tecnología, a página completa y bajo el titular “Despega la Escuela
Inteligente”, glosa una experiencia escolar patrocinada por los gigantes que
controlan las comunicaciones en Internet y la telefonía móvil.
Según el publirreportaje disfrazado de noticia, en esas escuelas, antiguo lo
que dice antiguo, de la vieja escuela, solo quedan los pupitres de madera. Todo
se andará, porque ya he visto, disfrazada de noticia en un telediario, la
publicidad encubierta de los primeros pupitres digitales.
La firma de telefonía ha proporcionado de forma gratuita a todo el
alumnado de los centros seleccionados tabletas y pizarras interactivas. El
gigante de Internet proporciona el programa educativo que deben emplear.
A ninguna de esas firmas las tengo catalogadas como grandes benefactoras de la
humanidad. Es, como todos suponemos, un patrocinio interesado. Se trata de
generar la necesidad en los demás de disponer de esos recursos tan
“inteligentes” y costosos.
A la hora de buscar nichos de consumidores, ninguno es más seguro que el
mercado educativo. Nos han sitiado y están descargando sus cañones, de forma
que las escuelas parecen Leningrado.
Eso no es, desde luego, publicidad subliminal, porque es publicidad muy
evidente.
La publicidad canalla está en el título.
El oído no percibe el mensaje de que esta escuela a la que van vuestros hijos
es una escuela poco inteligente y desfasada, pero la mente sí.
Lo que hoy hacemos, a pesar de todas las carencias y a pesar de todas las
dificultades, y a pesar de las siete Leyes Generales de Educación que hemos
visto desfilar ante nosotros en nuestra corta democracia, no es escuela
inteligente; la escuela que amamos y a la que hemos entregado nuestra vida es
la escuela torpe, inadaptada y vieja de los pupitres de madera.
¡Malnacidos! ¡Cuánto veneno subliminal en un titular, seguramente mal pagado!
Bendicen esa escuela cuyo centro serán los aparatos costosos y donde los
programas educativos habrán sido diseñados a medida de los intereses del gran
hermano, porque enseñará desde pequeños a manejar las herramientas con las que
habrán de trabajar.
De eso se trata.
Niños yunteros otra vez.
No los quieren amarrar a un arado y a una yunta.
Los quieren amarrar a un móvil, a una tableta y a una red.
Y desde la propia escuela, con la sonrisa complaciente de maestros
colaboradores.
La escuela que ha dado sentido a buena parte de mi vida aspira a proporcionar
otros instrumentos más nobles, más necesarios, más imprescindibles para aspirar
a la felicidad que merecemos.
Y alguna vez en mi vida he practicado esa escuela, incluso en alguna choza
miserable, sin luz eléctrica, sin libros y con escasos cuadernos y lápices.
Seguramente no era la escuela inteligente.
Era la miserable, desde luego, pero cumplía con los requisitos de la escuela
verdadera, la que tiene por objetivo ayudar a las personas a tomar conciencia
de su propia dignidad. Y casi no hay recuerdo en mi vida profesional que me
produzca más orgullo que aquellos veranos en el poblado del pantano Torre del
Águila, donde represaliados del franquismo estaban condenados a vivir en la
Edad Media.
Cuando llegamos, salvo dos o tres jóvenes, toda la gente era analfabeta y
cercada por el miedo. Hoy ese poblado no existe; empezó a morir cuando les
enseñamos a leer y a escribir; a todos, a cualquier generación que llegara a la
choza escuela. Estábamos abiertos diez o doce horas al día, todo lo que
nos daba de sí la luz solar.
Y aprendí junto a ellos a detectar la publicidad subliminal en asuntos como
este.
Yo sé que la escuela que predican con tanto encono, con tantos medios,
con tantas opiniones interesadas empeñadas en su defensa, es una escuela manipuladora
y consumista.
Bienvenidos sean los nuevos medios tecnológicos.
Les reconozco su valor indudable.
Pero nunca permitiré que se conviertan en el centro ni en los dominadores de un
hermoso proceso de comunicación y enriquecimiento mutuo donde los protagonistas
somos mi alumnado y yo.
¿Alguien sabría decirnos hasta qué punto
resultaron positivos para la educación pública andaluza los millones de euros
invertidos en ordenadores portátiles individuales que la Junta distribuyó entre
miles de alumnos? ¿Alguien sabe de ellos ahora mismo?
Cualquier escuela auténtica
ha sido siempre inteligente, malnacidos.
Las máquinas y los programas educativos son simples
instrumentos. Nosotros, los seres humanos, somos la parte inteligente de esta
historia.
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