Entre
los acontecimientos que cada día tienen la capacidad de hacernos revisar nuestros
convencimientos sobre la condición humana, hay algunos que nos afectan sobremanera, sobre todo cuando resultan inesperados o
inexplicables.
Traigo a colación la agresión
sufrida recientemente por una menor en un colegio de Palma de Mallorca, y
causada por el comportamiento especialmente agresivo de un grupo de compañeros,
menores como ella, y llamativamente numerosos, que le causaron lesiones de
diversa consideración que precisaron atención hospitalaria.
Dejo las valoraciones para gente más
cualificada que yo. A mí me interesa, sobre todo, por lo que me atañe, el
tratamiento que los medios de comunicación han dado al asunto.
Cuando la sociedad se ve reflejada
en la parte más inocente de sí misma, la infancia, y descubre que ese espejo le
devuelve un rostro ingrato, terrible, inexplicable, suele buscar un culpable
que les libre de su mala conciencia. No está lejos; está siempre a mano; carga
con cualquier culpa sin problemas y, a menudo, con paciencia infinita, ni se
toma la molestia de dar la respuesta merecida.
Quizás porque ya no resultan
extraños los ladridos de los perros al borde del camino. Cumplen su destino de
perros, ladrarle al caminante. Porque los perros solo perciben lo más superficial, que gente extraña pasa por allí.
Como causante del vacío de valores en
el que la sociedad consume su futuro, presa del consumismo, de la manipulación,
del incansable proceso de vaciado de
ideas y de principios saludables al que viene siendo sometida por los intereses
económicos que manejan nuestro mundo, está la escuela. La escuela parió todos
los males, todos los monstruos, todas las infecciones, todas las plagas.
Faltó tiempo para que la prensa
estableciera que aquel acto terrible estuvo precedido por un largo proceso de acoso, desapercibido para
la escuela que incumplió sus obligaciones preventivas, dejación que desembocó en el acto de violencia que a todos resultaba previsible.
Faltó tiempo.
Me agravió especialmente el
conductor del programa “La ventana” de la cadena SER. En sus valoraciones sobre
aquella agresión contó con la voluntariosa ayuda de un prestigioso comentarista
deportivo que ilustró a la audiencia
sobre la situación insoportable que sufrió
su hijo en un internado escocés de prestigio internacional.
Carles Francino acabó sus reflexiones, con el
convencimiento que se le supone a quien está en posesión de toda la verdad, afirmando
que no se explicaba cómo estas situaciones pueden producirse en el seno de la
escuela, cómo el acoso nos pasa desapercibido a los profesionales.
En los micrófonos de la SER, ante la
audiencia que seguramente admira a ese
profesional cualificado, la escuela acababa de ser declarada inútil y culpable.
¿Cómo podía ocurrírsele a ese juez
mediático que la escuela descubre, corrige y soluciona miles de casos cada día?
¿Y, este?
El ministerio fiscal y los servicios
de inspección educativa de la Consejería de Educación de Baleares han coincido
en sus informes. No hubo una situación previa de acoso, sino un hecho aislado
de violencia puntual en un patio extenso en el que solo debían estar dos
profesores de guardia, ocupados en otro rincón del patio en el momento de los
hechos.
¿Alguien pedirá disculpas a esa escuela
y a esos profesionales? ¿Alguien se hará la pregunta verdadera alguna vez antes
de disparar contra la escuela?
¿Hasta qué punto está enferma una
sociedad que genera en su infancia actitudes con tal grado de violencia y de
desprecio al contrincante derribado en el suelo?
Es la misma sociedad que alimenta a
los casi cincuenta ciudadanos navarros que agredieron a dos parejas en un bar
de copas. La misma que nos envía a trescientos polacos, -los hay en todos los
países- a declararle la guerra sin motivo a toda una ciudad donde compite el
equipo de su propia ciudad.
¿A qué escuelas debemos acusar?
Yo solo tengo un convencimiento,
cada día más arraigado. La sociedad vacía, en cuyo diseño hemos colaborado, por
dejación al menos, acumula tantas miserias que la escuela sola jamás podrá devolverle
su salud.
La escuela será una víctima
segura porque pelea en primera línea. Y en lugar de asumir la sociedad su
compromiso de colaboración imprescindible, desconfía por sistema de nosotros y
nos receta políticos y técnicos burócratas, que jamás se arrastraron
embarrados en el campo de batalla.
Todo lo arreglarán las aplicaciones
educativas, los nuevos pupitres digitales donde los niños pueden cambiar de
lugar un pingüino con la punta del dedito. Todo estará pautado y programado; toda la ideología
estará legitimada por el conductismo aplicado.
El nuevo dios, el ordenador central
de las grandes corporaciones económicas metidas a educadoras para mejorar el
aprendizaje, regirá nuestras vidas y diseñará las aptitudes, las creencias y
los principios que gobiernen la vida de los nuevos ciudadanos. Hace ya mucho
tiempo que estudian su perfil: productores automatizados, individualistas,
desprovistos de sentido colectivo para privarlos de su vieja fortaleza, conformistas
por ende.
Deben ser, también, consumidores
compulsivos. Ahí se esconde la felicidad que se merecen, lujosamente empaquetada
por sus nuevos amos.
Ese es el acoso verdadero. Y nos
pasa casi desapercibido.
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