Mañana
celebra el mundo civilizado, por decirlo de forma generosa, el día mundial contra
la violencia machista. Cualquier día debería serlo. Contra cualquier tipo de
violencia, pero especialmente contra esta que hunde sus raíces venenosas en una
tradición lentamente amasada y horneada.
Aristóteles,
el gran filósofo griego que mantenemos en la cumbre del
pensamiento occidental, considera a la
mujer un ser menor, dependiente, sin raciocinio suficiente para el conocimiento
de lo útil, lo justo y lo razonable. Debe estar sometida a la autoridad de un
varón. Y justifica su situación discriminada dentro de la
sociedad,
porque es un varón incompleto.
Toda la tradición oral y escrita
desde la antigüedad está llena de mujeres culpables. La misoginia comienza su
andadura feroz en el interior de los
libros sagrados, desde el momento mismo en que los dioses se dignan dotarnos de
existencia como criaturas suyas.
Lo peor es que muchas mujeres
aceptan ese papel de seres incompletos y culpables. Lo peor es que muchas
mujeres justifican a sus maltratadores y
creen que las vejaciones, la humillación y la violencia son siempre un castigo
merecido.
Pronto,- está en imprenta-, verá la
luz una novela, cuyo estímulo pusieron en mi interior unas alumnas humanistas,
conscientes, independientes y armadas de un feminismo ajustado a los tiempos que
les tocó vivir.
Afirmé en su presencia que Medea, la
tragedia de Eurípides, era uno de los hitos misóginos de la literatura griega.
Pero que yo me imaginaba a aquella muchacha colca sometida a otras tensiones en
un país extranjero cuyas costumbres y cuya lengua le resultaban desconocidas.
Me pidieron mi versión y les prometí
tenerla en un par de años. Ya está en imprenta. En enero la presentaremos en
sociedad.
En uno de sus pasajes, esa Medea que
yo imaginaba luchando por su matrimonio y por sus hijos en Corinto, es víctima
del síndrome de Estocolmo de la mujer maltratada. Sirva este pasaje con el que yo
recuerdo que mañana, y cualquier día, tenemos que colaborar en erradicar esa
tradición vergonzosa, para poner de manifiesto que esa tradición misógina repta
también en las obras de los poetas líricos, aquellos que se esfuerzan en
explicarnos con palabras hermosas ese sentimiento, a veces cruel y posesivo,
que llamamos amor, aunque no siempre merezca dicho nombre.
“Medea era una mujer inteligente. Ninguna
duda abrigo sobre eso. Más inteligente que la mayor parte de los hombres que yo
haya conocido. Y era también altiva y orgullosa. Pero hasta una mujer
inteligente y altiva, cuando el desamor la sorprende de forma repentina, puede
sentirse confundida, ignorar lo que sus ojos ven, redimir al culpable verdadero
y culparse a sí misma del fracaso.
Jasón la repudió porque aspiraba
al trono de Corinto. La ciudad entera lo sabía. Y ella lo supo siempre. Pero, a
veces, se empeñaba en sentirse culpable.
He oído que los griegos tienen
diez tipos de mujer;- dijo una noche.
A nueve las marcan sus defectos y solo una os
merece respeto. Una entre diez mujeres os merece respeto; las otras nueve son
seres despreciables.
Sabes cosas de Grecia que yo no
sé, señora.
No respondió; quizás hablaba para
sí misma en mi presencia, sin intención alguna de compartir conmigo sus
reflexiones doloridas.
Muchas veces me he preguntado yo
cuál de esas mujeres será Medea para Jasón ¿La sucia mujer cerda…? ¿La mujer
comadreja lujuriosa…? ¿La mujer yegua orgullosa y coqueta…? ¿Verá Jasón en mí a
la mujer mar que cambia con frecuencia de humor y de intereses…?
Me miró al fin y pude confirmar
que el destinatario de sus palabras era yo.
Siendo estos comentarios asunto de
varones, dime, aedo, ¿compartió Jasón contigo alguna vez si era yo su mujer perra,
la que ladra y gruñe sin cesar? ¿Te dijo si era yo su mujer mona, horriblemente
fea? ¿Es esa la razón de que se haya arrojado en los brazos de Glauca…? ¿Me
repudia por eso?
Jasón jamás me habló de esas
mujeres que mencionas, señora,-respondí.
Y era absolutamente cierto.
Con ninguna mujer defectuosa te comparó jamás
en mi presencia. Nunca habló mal de ti, ni se quejó de tu actitud estando yo
presente.
Tú eres un hombre griego, ¿qué
mujer ves en mí tú…? ¿Una de esas que ya te he mencionado? ¿Acaso soy yo la
mujer tierra, avarienta y exigente, la que no da tregua a un hombre a cambio de
favores escasos? ¿Soy yo la mujer raposa, astuta y siempre dispuesta a salirse
con la suya…? ¿O ves en mí a esa mujer abeja laboriosa que vela por su casa sin
permitirse distracciones, la única con la que un griego estaría dispuesto a
desposarse?
¿Quién es Medea,
aedo
¿Es la mujer burra, torpe y terca?
¿Cuál de esas mujeres apartó a
Jasón de mí?
No estoy seguro de que esas
mujeres sean diferentes entre sí,- le dije yo. Una mujer podría ser cualquiera
según las circunstancias. E incluso, la laboriosa mujer abeja está dotada de
aguijón. No es que yo sepa mucho de esas cosas, pero nunca he oído a los
griegos con los que tengo trato hablar de esas mujeres. Quizás es que es asunto
para tratar en la intimidad con los amigos y yo no tengo amigos verdaderos.
Escruté su rostro, pero era
inexpresivo, oscurecido por un velo de tristeza.
Esas mujeres,-seguí diciendo yo-, serán la
invención de poetas ricos, aburridos y poco afortunados. Y yo no puedo estar de
acuerdo. Una mujer me enseñó cuanto sé, empeñada en hacer mi vida llevadera.
Esa mujer, la única mujer que yo conozco de verdad, es fuerte, paciente, tan
valerosa que discute a los dioses el derecho a establecer nuestro destino.
Nunca desmaya. Nunca maldice. Nunca se queja. Ojalá muchos varones griegos
fueran como ella.
De nuevo escruté su rostro, pero
seguía siendo el rostro inexpresivo de una persona derrotada.
¿Quién es Medea, Kión?
Fue la primera vez que su boca pronunciaba
mi nombre. Y, según sonó en sus labios, Perro es un nombre hermoso. Presiento
que su boca será como cuajada que se endulza con miel cuando ella besa a un
hombre con pasión. En sus labios sonaba mi nombre como el de un hombre libre;
no sonaba como el nombre de un esclavo de las minas, ni como el nombre de un
perro callejero.
Y la pregunta que por segunda vez me
dirigía era una herida abierta que supuraba confusión. Mucha amargura esconde
en su interior alguien que no se reconoce cuando se mira a los espejos.
Pareces una mujer que vive como
rehén del varón que la desprecia. ¿Por qué te empeñas en culparte?,- le
pregunté ¿A cuál de ellas prefieres que yo señale como causante del abandono de
Jasón? Tú temes la soledad en la que te deja; te has quedado sin patria y sin
familia; necesitas que él siga protegiéndote y prefieres que el tribunal de tu
conciencia lo declare inocente. Así, si un día volviera y reclamara tu perdón,
tú te apropiarías toda la culpa y le concederías tu lecho a un inocente. ¿Eres
tú la que te burlas de las mujeres griegas, tan sumisas…? ¿Eres tú la muchacha
colca que se arriesgó a subir a un barco de piratas griegos?
Y en cuanto a quién es Medea,-
respondí sin pensarlo-, yo te lo diré.. Medea es un ser humano amenazado y
solitario; tan solitario que ha de llamarme al gineceo para tener con quien
hablar, aunque no sea yo sino un campesino torpe y desmañado que nada sabe del
amor ni ha convivido nunca con mujer alguna. Eres también una madre que teme
por el futuro de sus hijos.
Quizás la sorprendí. Quizás ya
solo esperaba de mí respuestas evasivas, las que había encontrado casi siempre
que me llamó a su lado.
Me miró con dulzura.
No eres un campesino desmañado y
torpe, aedo.
Si hubiera estado sentado junto a
ella, seguramente su mano perfumada habría acariciado mi mano intentando
consolarme por aquella triste visión de mi mismo que yo le había permitido
descubrir.”
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