Recientemente,
mientras aguardábamos que pusieran las urnas, acepté la propuesta de un diario
digital y respondí a una encuesta bastante genérica sobre mis expectativas
políticas y su reflejo en los programas de cada partido.
El objetivo, casi lúdico, de la
encuesta era informar de qué programas políticos respondían con mayor exactitud
a las expectativas propias.
El resultado no me extrañó en
absoluto. Mis expectativas se veían reflejadas en los tres partidos de
izquierda que se presentaban en el territorio nacional en porcentajes muy
similares que iban del 86% al 83%. Estoy por asegurar que cualquier votante de
izquierdas que hubiera respondido a esas cuestiones relacionadas con los
servicios públicos, las funciones del Estado, la organización territorial, y
las relaciones con Europa y con el resto del mundo habría obtenido un abanico similar
en cuanto a las coincidencias con los programas de los partidos de izquierda
nacional.
Y eso habla claramente de las
coincidencias en los programas, coincidencias en temas fundamentales para diseñar
el tipo de sociedad en el que nos gustaría vivir. Esa y no otra es la
aspiración del sistema democrático desde su aparición, permitir a la mayoría
diseñar la sociedad en la que vive según los valores dominantes. Todo lo demás
es agua de borraja. Si el sistema democrático no permite que la mayoría se
implique en el diseño de esa sociedad, la democracia es pura farsa. Y no
podemos olvidar que incluso la democracia pare monstruos que luego la devora.
Cuando el liberalismo dominante intenta
definir con su visión simplificadora y maniquea a la gente de izquierdas, los
reduce a gente alejada de la realidad
que aspira a construir un estado protector gigantesco, entrometido, regulador
en exceso de las relaciones laborales, quisquilloso con los derechos humanos y,
sobre todo, caro; demasiado caro. Ese Estado es perjudicial para los negocios.
En algo aciertan, la izquierda es la
única defensora de lo que llamábamos Estado del Bienestar que hizo de Europa la
referencia democrática de la humanidad, al tiempo que la convertía en la
primera productora de riqueza mundial.
A mi humilde y anacrónico entender,
los programas de los partidos de izquierda que se han presentado en todo el
territorio nacional coinciden en bastante más de las dos terceras partes de sus
propuestas en asuntos relacionados con ese Estado que han ido demoliendo las
políticas ultraliberales con la extraordinaria excusa de la crisis.
Daba la sensación de que la
prioridad absoluta de estas elecciones era parar esa sangría, reparar con
urgencia los daños más graves que ha ocasionado la derecha a los más indefensos
y empezar a reconstruir el país eliminando desigualdades a un ritmo razonable.
La mayoría social de este país comparte
esas aspiraciones y ha votado a uno de esos partidos de izquierda que llevaban
la corrección de esas lacerantes lacras en sus programas. Cualquiera de ellos
habría sido una opción razonable para entregarles nuestra representatividad en
la recuperación del Estado del Bienestar.
Luego, la ausencia de verdadera
vocación de estado en políticos mediocres, el oportunismo, las oscuras
estrategias en la guerra sucia de la política partidista inutiliza nuestra
voluntad y desarraiga nuestras esperanzas, sin darles ni un solo día de tregua.
Un millón de votos que ha recibido
Izquierda Unida se ha ido a las papeleras produciendo la miserable cosecha de
dos diputados nacionales. Seguramente, los escaños más caros de la historia.
¿Es tiempo de líneas rojas?
Yo creía que había llegado el tiempo
de analizar las prioridades que debieran estar relacionadas con solucionar la situación
de los más desprotegidos y marginados por las políticas excluyentes del Partido
Popular y darles respuesta inmediata sobre la base de las coincidencias
mayoritarias en los programas de izquierda.
A todas luces no eran esas las
prioridades.
La prioridad ahora es eliminar
competidores, y el que esté sufriendo las secuelas más dolorosas de las
políticas del último gobierno, que se joda. Con esas mismas palabras lo
pontificó en su día Andrea Fabra en el Parlamento desde la bancada del PP.
Es lo que hay. El cainismo es una
herencia genética en España. La desfachatez, también.
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