Según se desgañitan quienes nos convocan
al “debate definitivo” que se celebrará
esta noche y que transmitirán de forma simultánea varios
medios televisivos, uno diría que debe tratarse de un debate trascendental donde veremos propuestas
programáticas de uno y otro compareciente que, de plasmarse en un triunfo en
las elecciones del día 20 de diciembre, podrían significar cambios llamativos
en nuestra vida cotidiana.
En
realidad, pasada la tregua del periodo preelectoral, gane quien gane incluyendo
a quienes no han sido admitidos a la mesa de invitados por Rajoy, la vida nos cambiará de forma negativa.
Europa,
la Europa dominada por el liberalismo
radical e insaciable, ha entrado en campaña recordándonos que aún quedan
reformas por hacer en el mercado de trabajo y en las pensiones y ajustes en el
presupuesto de los servicios públicos. Reclama otras medidas, pero esas dos me
bastan para intuir el futuro que nos aguarda apenas recojamos las urnas.
No
tengo interés alguno en el debate porque será un debate artificial en el que
ambos contendientes no dirán una palabra propia. Un ejército de politólogos,
asesores y asistentes de imagen hablará por ellos. Ellos cuidarán, sobre todo,
de no perder la compostura y de no
cometer errores imperdonables.
No
tengo interés alguno en el debate porque es un simulacro diseñado a la medida
de un hombre acobardado. La cobardía proverbial de
Rajoy lo ha desvirtuado hasta el extremo de convertirlo en un debate inútil
porque no representa la pluralidad democrática que se vislumbra en
las encuestas.El significado del término democracia en el léxico de Rajoy está bajo sospecha hace ya tiempo. Hoy ofrece poco lugar a la duda.
No tengo interés alguno en el debate porque guardo
memoria puntual de cada una de las medidas que ha perpetrado durante la legislatura este
gobierno vicario del liberalismo radical de la peor Europa de las últimas
décadas. Ningún debate conseguirá mi
olvido ni mi perdón. Y si el pueblo soberano se dignara hacer balance de estos
cuatro años, Rajoy y sus secuaces deberían acabar en la papelera de reciclaje
el próximo domingo. Ninguna gestión de gobierno en todo el periodo democrático
ha resultado más dañina para nosotros que la del gobierno saliente. No hay
color.
Pero, sobre todo, no tengo interés alguno en el debate
porque participa Rajoy. Rajoy me inunda el salón de una grisura insoportable;
deja girones de antipatía congénita colgando de las lámparas; me ensucia el
aire con el olor inconfundible de los desvanes polvorientos; lo contamina todo
de mentiras, de cinismo, de desprecio al Estado.
Rajoy pisotea mi idea de cómo debiera comportarse un
presidente de gobierno: ha precarizado a los trabajadores por cuenta ajena
dejándolos al pairo ante las embestidas empresariales, ha empobrecido los servicios
públicos, ha usado mis impuestos para salvar de la quiebra un sistema financiero
privado, ha saqueado la caja de pensiones para cumplir compromisos electorales
y ha prometido bajar impuestos de forma irresponsable para comprar el voto
irreflexivo de quienes son incapaces de pensar en el futuro.
Cuando entra Rajoy, yo salgo. El ocupa mucho espacio.
Arrastra, solidariamente con todo el aparato de su partido, un pesado fardo de
sospechas de corrupción, de financiación ilegal, de enriquecimiento ilegitimo y
de uso de los recursos públicos en beneficio propio.
Me resulta inexplicable que un individuo como él pueda ser candidato a
repetir como presidente de gobierno.
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