En
su día, la crisis fue crisis verdadera. Uno más de los incendios cíclicos que
el capitalismo, pirómano obsesivo, ha ido generando en la historia de la
humanidad. Y algunos en el siglo XX
resultaron devastadores. Tuvieron como consecuencia confrontaciones armadas
duraderas, destructivas, que afectaron a casi todas las naciones
industrializadas del mundo.
La primera gran guerra, de cuyo
inicio mediático se cumplieron 100 años el pasado día 28, tuvo como una de sus
causas primordiales la insatisfacción del capitalismo alemán por el reparto
colonial, donde quedó en clara desventaja con respecto a Francia y a Inglaterra
en la búsqueda de mercados para sus excedentes industriales, de materias primas
baratas, y de yacimientos de inversión para su capital. Había otros intereses,
desde luego. No fue Alemania la única causante.
Pero estábamos hablando de la crisis
actual, de las crisis cíclicas que el capitalismo provoca cada vez con más
frecuencia, aunque de diferente intensidad. No puede ser de otra manera. Hay varios
principios motores en la economía capitalista que no pueden desembocar sino en
la quiebra del sistema. Uno es la necesidad de crecimiento permanente. Hay que
crecer. Otra es la del consumo. Sin consumo creciente no puede darse el
crecimiento. Y el tercero de esos principios motores es que la ausencia de regulación del capital es
beneficiosa para la sociedad en su conjunto, aunque en ocasiones produzca
algunos daños inevitables. Son la ley del mercado. A veces se gana y a veces se
pierde. Esos principios configuran una espiral envenenada. Responden a la ética
de la avaricia y la ética de la avaricia se olvida de la auténtica ética, el
principio que debiera regir siempre las relaciones entre los seres humanos; y
se olvida de la responsabilidad que esta especie racional debiera asumir con el
planeta, y eso es tanto como decir la responsabilidad con el futuro de la
propia vida.
Hay una economía real. La humanidad
produce y comercia cada año con bienes y servicios (PIB) cuyo valor de mercado
real es de unos sesenta billones de euros. Y hay una economía ficticia que es
la que rige, en realidad, el mundo. Los mercados, esos templos obscenos plagados
de ludópatas ansiosos e inestables donde se adora al dios dinero y se practican
cada día millones de sacrificios humanos para lograr su favor, hacen circular
en sus apuestas cada año seiscientos billones de euros, diez veces la riqueza
real que la humanidad produce. Todo ese dinero fingido aspira a conseguir
grandes beneficios, una porción creciente de la riqueza real que producimos, la
única que existe. Y de hecho, lo consigue. Los que acumulan esos beneficios no
son muchos. Por consiguiente, para el resto el reparto no puede resultar
satisfactorio.
Casi la mitad de la riqueza real de
la tierra la producen entre la Unión Europea y los Estados Unidos, dos
sociedades sumidas en una profunda crisis económica donde las desigualdades
crecen a un ritmo mayor que en cualquier otro lugar de la tierra. Resulta inexplicable. Y, en realidad, quejarnos casi resulta obsceno. Cinco de cada seis personas
subsisten con la otra mitad de la riqueza del planeta. Si el crecimiento de la
desigualdad en nuestro caso es lacerante, en el caso de otras regiones del
mundo no puede crecer más porque ya tiene un límite inmoral; establece la
frontera entre la vida y la muerte, por inanición, por la violencia
circundante, por catástrofes naturales, o por enfermedades erradicadas del
mundo desarrollado.
Pero cualquier sistema tiene sus
ideólogos, sus oficiantes revestidos de autoridad, sus predicadores y su propio
evangelio, sus mentiras sagradas, repetidas para que se conviertan en verdades
indiscutibles.
Una de esas mentiras sagradas se
refiere a uno de los principios motores que cité más arriba, la necesidad del
crecimiento. Una economía que no crece al ritmo adecuado no genera empleo. Eso
dicen. Y para crecer hay que resultar competitivos. Pero esa competitividad,
los oradores sagrados y sus gobiernos vicarios la han trasladado al
empleado. Ser competitivo, con las otras
personas desesperadas que mendigan un puesto de trabajo supongo, significa aceptar salarios
muy por debajo del salario mínimo, aceptar jornadas de trabajo de diez o más
horas, -o de una-, renunciar al descanso semanal, regalar horas extraordinarias a la
empresa, y asumir que se detraiga de tu salario el coste total de los seguros
sociales, cuando no aceptar un contrato de servicios como autónomo para que la
empresa no asuma obligaciones legales con el trabajador. De paso, el Estado que
anima estas prácticas estimulando el espíritu emprendedor, aguarda a cada uno
de esos inocentes que se esclavizan a sí mismos, con cargas impositivas
prohibitivas, persecuciones y desconfianzas.
Fue crisis, pero se ha
convertido en una magnífica oportunidad
para que el capitalismo nos arrebate, de golpe, derechos laborales tan
duramente conquistados. También para que nos arrebate otra buena porción del fruto
de nuestro trabajo. Ha contado para ello con la complicidad inestimable de su
brazo armado en el Parlamento, al que el pueblo incauto le otorgó una preciada
mayoría absoluta, confiando en que era, como aseguraba Cospedal, el partido de
los trabajadores.
Habéis tenido recientes noticias del
gobierno, buenas noticias porque Rajoy nos baja los impuestos. Si os da por
informaros, veréis que las bajadas llamativas afectan a las rentas altas o muy
altas; veréis que esa bajada de impuestos a las rentas altas o muy altas
empobrecen las cuentas del Estado, y que habremos de pagarlas entre todos.
Europa exigirá subidas de IVA o recortes sustanciosos en las inversiones del Estado. Eso se traducirá
en menos empleo público y empobrecimiento
de los servicios que el Estado debe prestarnos a cambio de nuestros impuestos. Podríais
comprobar, si os interesa la verdad y no las baratijas que vocean desde el púlpito
los vendedores de humo para atrapar vuestros votos, que la rebaja de los impuestos
de los más ricos, la pagamos nosotros, como siempre.
Pronto tendréis nuevas noticias del
gobierno. Los predicadores del éxito de las políticas de Rajoy y sus medios informativos
contaminados nos alegrarán cada mañana con estadísticas luminosas; crecerá el
empleo este verano como nunca en los últimos años, aumentará el número de
afiliaciones de forma llamativa; España será Jauja, el país de la alegría.
La verdad sin embargo es que será empleo a tiempo parcial, o precario, mal pagado, en condiciones de indefensión legal y casi de esclavitud legalmente
aceptada. Casi ninguno de esos nuevos empleos librará a las personas afortunadas
que los logren de la amenaza de la exclusión social. Habrán salido de las estadísticas
del paro, trabajarán diez horas casi privados de los derechos que la ley tiene establecidos
para las relaciones laborales, pero no podrán atender a las necesidades de su familia.
¿Cómo lo llaman empleo cuando su nombre
es esclavitud atenuada…?
Fue crisis, pero la han convertido en
ocasión. Ocasión para poner en prácticas las inhumanas reglas que santifica la ética de la avaricia.
Se está llegando al extremo, que ni un puesto de trabajo te libra de la pobreza.
ResponderEliminarMerkel lo pronosticó hace tiempo; le advirtió a la juventud euopea desempleada que tendría que aceptar empleos de baja calidad y mal remunerados, o aceptar quedarse sin empleo. Europa tuvo en su día la obligación moral de humanizar la globalización, defender los derechos humanos en cualquier lugar del mundo. Pero la Europa domesticada y acomodaticia ha aceptado perder sus logros sociales y asujmir el modelo "Bangla Desh" como referencia humana, laboral y social. Un puesto de trabajo en media Europa, y especialmente aquí, no garantiza una vida decente porque ya no es un puesto de trabajo en infinidad de casos, sino una forma de explotación extrema. Pero la manipulación hará que la gente agradezca con sus votos a quienes han despedazado los derechos laborales. Tenía más derechos un trabajador en la España franquista que ahora. Y avergüenza decirlo.
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