“Rara temporum felicítate, ubi sentire
quae velis et quae sentías dicere licet…”
“
…Rara felicidad la de los tiempos en que se puede pensar lo que se quiera y se
puede decir lo que se siente…”
Tácito (historiador romano del siglo
I de nuestra era)
HISTORIAS ,I,1-6
Me gusta Tácito. Es un historiador reflexivo, que
ahonda en las razones de los hechos y separa la hojarasca publicitaria de los
mensajes institucionales, llenos de buenas intenciones aparentes, de las
verdaderas intenciones de los protagonistas destacados de la historia. Tras el
proclamado amor a la patria, tras las promesas de entrega a la defensa de los
intereses de los ciudadanos, hay siempre
un desmedido afán de poder. Nada ha cambiado desde entonces. No hay sistema
político que no degenere en instrumento de la oligarquía que consiguió el
poder. Tácito, no obstante, nunca supo, o nunca quiso, definirse políticamente.
No se decanta claramente entre la antigua concepción política romana, la
República, basada en el gobierno de la oligarquía senatorial, o la aportación
política del Helenismo,- todo se genera en Grecia-, un estado regido por un
monarca dotado de poderes excepcionales, un consanguíneo de los dioses, si es
preciso. Aunque es posible que no se pronunciase claramente por razones de
seguridad, para no incomodar al emperador de turno y arriesgarse a
consecuencias temibles. Se intuye, no obstante, en sus escritos que desconfía
de un régimen político que se asienta en la voluntad omnipotente de una sola
persona, y en cuyas decisiones tendrá la arbitrariedad una indudable
importancia.
Pero
aquel debate en la conciencia de Tácito, que sería también el debate de los
tabernáculos políticos de la época, no es el debate de hoy. Desde la Revolución
de Cromwell que, tras una larga guerra civil, instauró la monarquía
parlamentaria en Inglaterra, a las monarquías europeas solo les quedó una
alternativa: o adaptarse a la creciente demanda de soberanía de los ciudadanos
europeos, o desaparecer. Fue un proceso largo y sangriento. Pero hoy, ninguna
monarquía europea guarda para sí ni un ápice de soberanía, de poder verdadero, salvo por aspectos formales de privilegios que establecerán las Constituciones en
cada caso y que no serán muy diferentes de los establecidos para cualquier
presidente de una República.
A mí no
me incomoda la monarquía noruega, por ejemplo; de hecho, ni tengo referencias de esa gente,
porque son pobladores de las revistas del corazón que no están entre mis
lecturas preferidas. Sí me incomodan las monarquías del Golfo, porque esas
mantienen la soberanía plena y la ejercen de forma corrupta y corruptora,
mientras financian guerras civiles entre los pueblos vecinos, u organizaciones
terroristas para enfocar el desencanto y la frustración de sus pueblos hacia
enemigos exteriores. Su formación es occidental, pero mantienen subyugadas,
ocultas, oscurecidas, invisibles, a sus mujeres porque eso conviene a su
concepción deforme de la historia, y del
género humano. Incluso su paraíso es un
paraíso concebido para el placer del macho.
Me incomodan, también, y me repugnan algunas Repúblicas notables. Conozco una República
Alemana que está destruyendo el futuro de la Unión Europea con sus políticas
económicas, favorables a los intereses de sus inversores y dañinas para una
buena parte de los ciudadanos europeos y para la propia idea de Europa y su
necesidad de cohesión interna. Conozco también una República presidencialista
en América del Norte, cuyo presidente tiene como una de las primeras
obligaciones de la agenda cotidiana
decidir a qué enemigos asesinan ese día los drones de la CIA; ese mismo
presidente no tiene inconveniente en reconocer que sus agencias de seguridad no
respetan el derecho a la privacidad de las personas. Esa invasión de la vida
privada es aceptable para ese democrático pueblo defensor habitual de las
libertades, que sin embargo comparte la idea de que una medicina pública
patrocinada por el Estado es una contaminación socialista de su ejemplar organización política y social,
en la que la única libertad verdadera
anida en Wall Street.
Indagando
en la Historia del siglo XX, la República de Weimar generó un monstruo y la
Monarquía democráticamente aceptada en Italia, la Casa de Saboya, asistió a la
gestación del fascismo europeo. Hitler y Mussolini son la prueba de que la
forma de Estado no vacuna contra la generación de monstruos por sí misma.
Tampoco aporta soluciones a los males
acuciantes de los pueblos, la desigualdad, el empobrecimiento, la preeminencia
de los intereses económicos sobre los
derechos humanos soberbiamente proclamados en la letra impresa de las
Constituciones.
Espero que la cita que encabeza esta entrada aun tenga vigencia.
Quiero decir que yo no soy monárquico. Pero tampoco soy republicano. Estoy
desubicado. Soy un hombre perdido en un vacío político; un hombre condenado a
la exclusión. Soy demócrata. No veo la
necesidad de establecer esa envoltura conceptual para un Estado. Ambas
instituciones son inútiles en mi opinión; por tanto ese debate no me motiva lo
más mínimo.
Dicho lo
cual, acepto el derecho a reclamar ese debate por parte de aquellos que lo
estimen oportuno. Digo más, si yo fuera Felipe de Borbón y Grecia, en mi
discurso de coronación establecería una fecha para ese referéndum, por decisión
propia. Si lo pierde, no quedará en el paro. Tendrá una buena vida, mucho mejor
que cualquiera de los seis millones de parados que no esperan de su futuro ni
una buena noticia, por desgracia. Y habrá ganado lo que casi ninguno de sus
predecesores, un sitio digno en la historia de este pueblo. Y si lo gana,
también habrá ganado su propia legitimidad, un tesoro en los tiempos que corren.
Yo no tendría la menor duda. No tiene un instrumento más poderoso hoy que esa propuesta
para ganarse el respeto de la gente.
Pero
reconocedme que ese debate es un debate interesado. No es la prioridad de los
desahuciados, de los parados de larga duración, de las personas dependientes
que aguardan inútilmente que les llegue la ayuda del Estado, de los niños que
dependen del mantenimiento de los comedores escolares para poder comer este
verano.
En
realidad, no es la prioridad de casi nadie, si hacemos excepción de quienes esperan
que lo que queda del PSOE, el enfermo de España, se descomponga definitivamente, desangrado
en las luchas entre su alma republicana y su compromiso de respetar los pactos Constitucionales.
Hay un capital de votos danzando en el vacío.
La gravedad los hará aterrizar en el cesto de quienes animan hoy un debate que podría
esperar tiempos más oportunos, cuando hayamos afrontado con mejor tino que hasta ahora asuntos de vida o muerte,
el paro, la desigualdad, la sanidad, la educación, la investigación, el medio ambiente y los derechos saqueados.
Y si alguien no entiende mi propuesta, puede que mi concepción del Estado, basada en las garantías de los derechos ciudadanos como la verdadera prioridad, sea una concepción aprendida en los clásicos, gente inútil, sin vigencia, prescindible. Pero es que no puedo despreciar la Historia. No hay mejor maestra. Para mi, al menos. Es lo que tiene el humanismo, que nos limita mucho las prioridades.
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