Abres la prensa,
enciendes la radio, conectas con las noticias de la televisión, y el tópico se
desliza hasta tu cerebro con la vocación enajenadora del sonsonete de una
letanía. Mañana es un día histórico para España. No, no se refieren a que la
selección española de fútbol probablemente caerá eliminada en la primera fase
del Campeonato del Mundo, al que acudía como vigente campeona. Eso también
provocará una cascada de lamentos y de propuestas de ajusticiamiento público y
colectivo por parte de quienes se ganan la vida
convirtiendo en asunto de vida o muerte esta burbuja permanente disfrazada de deporte, este refugio de prácticas
delictivas que apasiona a las masas. ¡Panem et circenses!, aunque el pan escasee cada vez más.
Pero, en las noticias intencionadas, la condición de histórico se la
otorga al día de mañana la entronización de Felipe de Borbón.
Es falso. Mañana es un día más.
Carece, incluso, de emoción. Hubo tiempos en que la entronización de los
monarcas comportaba cambios en la vida de la gente. Era cuando los reyes tenían
poder, porque dictaban las leyes y encabezaban los gobiernos. A veces, en una inspiración humanitaria, el rey podía sacar alguna ley que beneficiara al pueblo llano. Afortunadamente,
no dependemos ya de esa eventualidad tan azarosa. Costó trabajo expulsar a la nobleza de sus arriscados privilegios. Y los reyes, el último escalón de la aristocracia fundamentada en la propiedad de la tierra, aguantaron hasta el último minuto, reacios a entregar la soberanía, el poder verdadero, la capacidad de establecer la leyes a su antojo.
Nada cambiará mañana en nuestras
vidas. No pasará mañana nada que merezca el calificativo de acontecimiento
histórico, salvo quizás para Felipe de Borbón, que recibe la corona de un país
al borde la quiebra en casi todos los sentidos.
Sería histórico, si en la prensa de
mañana, o en la radio, o en la cabecera
de las noticias de televisión, nos encontráramos con el titular soñado, que ya
no hay en España ni un hogar donde no entre un salario, por ejemplo.
Lo demás es bastante secundario.
Felipe de Borbón jurará respetar la
Constitución ante el parlamento embutido en uniforme militar, y cuando la
comitiva abandone las Cortes, seguirá habiendo seis millones de parados,
seguirá presionando ese gobierno mundial en la sombra para depauperar salarios
y recortar derechos, seguirá habiendo millones de españoles al borde de la
exclusión, seguirá habiendo niños que no comerán decentemente si cerramos los
comedores escolares, seguirá habiendo corrupción impune en todas las esferas de
poder, seguirán despedazándose los hambrientos de África aferrados a las concertinas con las que pretendemos levantar una frontera impermeable para la miseria desbordada.
El verdadero titular del día es que el
gobierno ha prohibido la presencia de banderas republicanas en las zonas
delimitadas para la ceremonia y el
cortejo. Los antidisturbios tienen orden de emplearse a conciencia, siguiendo
con la escalada de violencia de Estado, último recurso contra la manifestación
del descontento ciudadano. Dicha prohibición tampoco es un hecho histórico en sí
misma. Es solo una etapa más en la carrera hacia el pasado vergonzante, en dirección a
las Leyes Fundamentales del Movimiento que este gobierno está empeñado en
recuperar a toda costa. No es sino un atentado contra la libertad de expresión.
Uno más.
No. Mañana no es un día histórico en
ningún sentido.
Sólo Felipe de Borbón podría
otorgarle esa etiqueta, si en su discurso de investidura exigiera al Parlamento
que se modifique la Constitución para celebrar el referéndum que lo inhabilitará o lo legitimará sin ninguna duda. Eso sí sería un acontecimiento histórico por
el que Felipe VI se ganaría, incluso, el respeto de los republicanos y los
indiferentes; ganaría también un sitio destacado en la historia reciente de este pueblo.
Debería sopesar esta propuesta.
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