Hubo un tiempo en el que el futuro era
una patria desconocida, pero amable, en la
que nuestros sueños esperaban convertirse en realidad; y hacia el futuro volaban nuestras esperanzas.
Hoy
el futuro es igualmente desconocido, pero lo presentimos hostil, insolidario y
agresivo. Y a falta de un futuro acogedor al que encaminarnos con confianza,
vemos en las naciones más desarrolladas de la tierra una floración inesperada
de nostalgia. Cuando avistamos un futuro amenazante, buscamos refugio en el
pasado.
Esa
querencia por la protección imposible del pasado vota en las elecciones, y ha dado
el triunfo inesperado a un impresentable Donald Trump, analfabeto político con la
acuciante necesidad de pasar a la historia como el comandante en jefe que fue
capaz de volver a ganar guerras y delincuente financiero confeso. A Trump lo ha
elegido la nostalgia de una América grande y protectora
Es
la misma querencia que ha provocado una alarma justificada en la vieja Europa
de los mercaderes ante el riesgo de que un triunfo del nacionalismo fascista francés
diera al traste con el chiringuito del mercado único y los paraísos fiscales
para la tributación empresarial en seno de la Unión. A Marine Le Pen la ha
llevado en volandas hasta las elecciones presidenciales la nostalgia de un
pasado difuso donde se atisba el franco, las fronteras cerradas y la persecución de minorías
debidamente criminalizadas.
Podemos
decir que Macron ha derrotado a la nostalgia y ha hecho el boca a boca a una
Europa exhausta que pierde adeptos al mismo tiempo que se diluye su influencia
política en el mundo globalizado. Pero los efectos de esta victoria se diluirán
en muy corto plazo.
Porque
el cuarto poder que Montesquieu ignoró a voluntad en su propuesta de control
mutuo no da respiro. Nos predican que este que tenemos entre manos es el único
mundo posible, que no hay alternativa. Y Rajoy añade una sabida coletilla, este
mundo es el que propone el sentido común. Pero desde el horizonte de este mundo
dominado por el sentido común de una
minoría que permanece en las sombras de las grandes corporaciones económicas no
percibimos que sea posible en el futuro esa vieja utopía que era la meta de
nuestro viejo empeño político, conseguir algún día una sociedad equilibrada, más
justa, más humana, en la que las desigualdades tendieran a ir desapareciendo.
¿Qué otro objetivo puede perseguir una ideología decente, de la que uno no deba
avergonzarse?
Ese
viejo sueño, forjar una polis donde la felicidad del individuo encuentra su
concreción en la felicidad colectiva, ha perdido vigor. Y en consecuencia ha
perdido sentido el esfuerzo colectivo por el bien común.
La
sociedad actual es una enferma crónica. Está aquejada por graves dolencias
sociales, pero intenta paliarlas con soluciones para los individuos. Tampoco
esas soluciones están garantizadas. Son legión los individuos que quedarán
desconectados, aislados, olvidados, sacrificados en suma. El mensaje dominante
y el que ha calado en la conciencia de la gente es bien simple, pero bastante eficaz.
“Este es el único mundo posible”, nos dicen. “Adáptate o perece. Mejora tu posición,
búscate un sitio en la cubierta del barco o morirás entre las olas”. “Pilla tu
trozo del despojo que se está repartiendo y defiéndelo con uñas y dientes”.
Olvida a los demás, no hay para todos”.
Pero
esta sociedad deshumanizada que se vislumbra desde el presente no es la mía, no
es la nuestra. Es inmoral, irracional, insolidaria y degenerada.
A
fuerza de haber sido frustrados en sus esperanzas, ante la amenaza de quedar
desprotegidos en un mundo sin reglas morales, la reacción defensiva es la
autodefensa, el miedo, – o el odio-, al otro, al que vemos como competidor. Y
el miedo-odio es la tierra fértil donde crecen salvadores inicuos, mesiánicos manipuladores
que inventan paraísos imposibles. Cada uno de ellos guarda en su interior el
proyecto de un dictador viable.
Los
conozco. La historia ha dado ya muchas cosechas de salvadores mesiánicos.
Hemos transitado ya muchas veces por periodos oscuros donde el futuro resultaba amenazante. Sin
embargo, una cosa resulta indiscutible. El futuro no está escrito, depende de nosotros, de
nuestra capacidad de recuperar la
conciencia colectiva y de corregir esta deriva que nos lleva a una organización social inestable e injusta .
Y el pasado que quiere recuperar la nostalgia que vota por
miedo es una bandera harapienta sobre la que aún se pueden distinguir manchas de sangre.
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