Tengo incontables deudas de lectura que
nunca pagaré; de hecho crecen cada año de forma inexorable. A veces bromeo con
mis alumnos que detestan la lectura y la consideran una imperdonable pérdida
de tiempo que les impide disfrutar de los verdaderos placeres de la vida, como
por ejemplo intercambiar banalidades en las llamadas redes sociales que son un sustituto
enfermizo de las verdaderas relaciones humanas.
Bromeo
con ellos sobre el diseño incompleto que las religiones han hecho de la vida
eterna, porque en ningún caso nos permiten llevarnos nuestro cargamento de
libros. Y aunque nos estuviera permitido,
no bastaría; la eternidad se me antoja larga; sería preciso haber diseñado
algún servicio de mensajería entre este mundo y el otro, que permitiera , al
menos, la circulación de libros desde nuestra librería de cabecera hasta
nuestro apartamento en la eternidad.
Pero
al parecer, nadie cayó en la cuenta de esa necesidad humana en el diseño
primitivo de la vida eterna.
Unos
creen que en la eternidad estaremos ocupados en la continua contemplación de
dios. Supongo que ese dios será una especie de pantalla de plasma con infinitos
canales de televisión.
Hay también quienes creen que la eternidad
será un banquete interminable para los varones, – desconozco qué harán mientras
tanto las mujeres-, servido por vírgenes hermosas, complacientes y desnudas.
Otras
religiones más antiguas, sin saber qué ocupación darle a los muertos en el
inframundo, los condenaron a vagar sin rumbo por estancias tétricas e
inhóspitas, privados de memoria y bajo los efectos del agua del olvido, una
droga eficaz para mantenerlos alejados de pretensiones revolucionarias en
cuanto a las condiciones de su vida-muerte.
Ninguna
religión habla de bibliotecas infinitas y repletas que hicieran más llevadera
la idea de una eternidad sin otra ocupación que vagar sin rumbo, contemplar el
espectáculo infinito de la divinidad o engordar como nutrias. Ya digo, un error
de diseño.
Y
en cuanto a mis deudas de lectura, hago cuanto puedo para ir pagando, al menos,
los intereses.
Recientemente,
una nota necrológica me recordó una de esas deudas de lectura; el 11 de marzo
falleció un humanista alemán, quizá el más experto en la interpretación de la religión
griega y de sus ritos y sus relaciones con otras religiones más antiguas. Él
era una de las facturas que yo tenía pendientes; y como muestra póstuma de
respeto encargué a mi librero el libro que da título a esta entrada, “Homo necans”, “El hombre que mata”.
La
existencia humana está llena de casualidades cargadas de significado. El mismo
día en que recibo el correo confirmando que mi pedido está ya disponible, un
muchacho homicida ha matado a un profesor en un instituto en Cataluña, un acto de
violencia inusitado que alarma a la nación y que se adueña de la actualidad,
dando quehacer a los medios de comunicación
y a los que tienen por oficio llenar de opiniones insustanciales
nuestras vidas, tan abundantes como hueros.
La
muerte violenta de un individuo a manos de otro no escandaliza a nadie, porque
es un hecho cotidiano; nuestro progreso civilizador convive con la muerte
violenta sin demasiado empacho. El escándalo proviene de que la muerte tenga
una autor inesperado, en este caso, un niño, y en un lugar inesperado.
Supuse,
con razón, que en las tribunas públicas ese día la Enseñanza saldría de nuevo
malparada. Los análisis sobre la violencia, obligados por la actualidad rabiosa
de un hecho tan llamativo, suelen ser superficiales, enfocados a explicar los
comportamientos violentos como una consecuencia del fracaso educativo o del
fracaso de un “sistema” de valores de límites imprecisos. Los titulares de
prensa del día siguiente hacían referencia, desde luego, a que la “violencia
escolar” había alcanzado ya su cima, y a que el sistema educativo debía hacer
una profunda revisión sobre la importancia de transmitir valores y potenciar la
convivencia pacífica.
Ciertamente esta sociedad hipócrita, incapaz de revisar su sistema de valores que da culto
a mil formas de violencia, no ha tardado en encontrar al culpable habitual del fracaso social, de espaldas anchas y aguante indescriptible.
Yo
tampoco sé qué ha impulsado a ese niño homicida a cometer un crimen, pero la
escuela en este país no es un campo de batalla permanente , las aulas no están llena de homicidas potenciales, ni los
Centros Educativos pueden prever un acontecimiento de este tipo, inesperado,
explosivo, sorprendente y tan inusual
que es la primera vez que se produce.
Diez
mil años como especie agricultora y sedentaria nos han ayudado a ir desterrando
la muerte violenta como procedimiento imprescindible para seguir vivos. No
obstante ello, el siglo XX produjo más de cien millones de muertos en dos
breves periodos de guerra, periodos en los que perfeccionamos
extraordinariamente nuestra capacidad destructiva.
Pero
esos diez mil años no han bastado para borrar las experiencias del 99% del resto de la existencia de la especie humana durante el Paleolítico que conformó de forma poderosa nuestra
estructura mental y social. Durante todo el Paleolítico fuimos una especie
cazadora; éramos presa fácil, prácticamente incapaces de ocasionar
daño a las demás especies, pero encontramos la forma de convertirnos en depredadores eficaces.
Dos factores favorecieron esa transformación: nuestra habilidad para fabricar
instrumentos capaces de matar y nuestra predisposición para formar sociedades y para distribuir en su seno funciones necesarias para la supervivencia.
La
violencia resultó imprescindible para la supervivencia en ese larguísimo proceso, pero
también horrorizó al hombre en algún momento. Generamos sentimiento de culpa y hubimos de echar mano de los dioses que justificaran la violencia o que nos redimieran de
nuestras culpas. El sacrificio se convirtió en un exigencia de los propios
dioses; la víctima se transformo en elemento mediador y la muerte de los culpables de un pecado se convirtió en una penitencia
justa que los dioses reclaman para restablecer el pacto, el orden roto, la
alianza vital.
La violencia cobró en algún momento de la historia dimensiones sagradas. Y el momento creativo más refinado de esa sacralización de la violencia tiene lugar en el seno del judaísmo, cuando una corriente reformista insignificante establece la leyenda de la muerte del propio dios a manos del hombre como exigencia imprescindible para la remisión de sus culpas.
La muerte de quien predicaba esa reforma, la pérdida del guía, lejos de suponer una derrota definitiva, se convirtió en el principal argumento para el triunfo indiscutible. De esa maquinación osada surge una nueva fe que ha logrado un éxito extraordinario por su distribución espacial y por su vigencia durante siglos.
La violencia cobró en algún momento de la historia dimensiones sagradas. Y el momento creativo más refinado de esa sacralización de la violencia tiene lugar en el seno del judaísmo, cuando una corriente reformista insignificante establece la leyenda de la muerte del propio dios a manos del hombre como exigencia imprescindible para la remisión de sus culpas.
La muerte de quien predicaba esa reforma, la pérdida del guía, lejos de suponer una derrota definitiva, se convirtió en el principal argumento para el triunfo indiscutible. De esa maquinación osada surge una nueva fe que ha logrado un éxito extraordinario por su distribución espacial y por su vigencia durante siglos.
Así
que yo no sé qué dios sanguinario andaba reclamando a ese muchacho homicida esa
sangrienta penitencia, el sacrificio de los culpables de sus frustraciones. Sí sé que la
violencia es un recurso que construyó su nido de ave rapaz en nuestra mente y
que levanta el vuelo de manera explosiva en ocasiones, cuando los inhibidores
de nuestra razón caducan de forma inesperada. Y ningún sistema educativo es
culpable, por sí mismo, de que escapen a su influencia civilizadora dos
millones de años de experiencias sangrientas legitimadas por la necesidad de
seguir vivos, de librarnos de un enemigo o de calmar a un dios feroz que nos reclama sacrificios.
Me
sorprendió que apenas hubiera referencias en la prensa a un acto de violencia
mucho más terrible, propuesto por una parlamentaria de Forza Italia, el partido de Berlusconi, que solicitaba la
aprobación del Parlamento para bombardear las barcazas de inmigrantes y evitar
su desembarco en las costas italianas.
Esa
violencia, al parecer, no logró escandalizar a nadie en demasía, porque
probablemente es una violencia llevadera que satisface a sus votantes.
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