Ayer mi compañero Fernando Rivero
publicó en su blog, ”Prometeo Liberado” un artículo sobre ese Programa Escolar
de atención a la diversidad, al que no le sobra una palabra. Os recomiendo su
lectura. Y esta entrada es solo un largo comentario a su publicación.
Al comienzo, cuando incorporamos la
Diversificación Curricular a la oferta educativa del Centro, no eran solo los
candidatos a su inclusión en el programa, o sus familias, quienes lo
rechazaban. Entre el profesorado se desarrolló también una alergia, quizás
justificada, a asumir el compromiso de atender durante muchas horas a la semana
a gente marcada toda ella por el estigma de la dificultad para aprender. Dos
exigencias, añadidas a los múltiples retos que entraña la enseñanza, se cernían
sobre el profesorado que asumiera aquel programa nuevo: un esfuerzo profesional
desmesurado en cuanto a la adaptación del currículo, que habría de ser profunda
pero respetuosa con los contenidos del último ciclo de Secundaria y un
resultado siempre incierto, si la propia adaptación, la puesta en escena, la
relación personal, el lenguaje incluso, no eran los adecuados.
Los primeros tiempos no fueron
fáciles. Sirva como anécdota que el primer año que incorporamos el Programa, un
profesor de Sociales de 4º que impartía la asignatura de Historia en el grupo
en el que estaban incluidos los alumnos de Diversificación, los suspendía cada
evaluación – sobre el papel; él no solía
meter las calificaciones en Séneca-, porque no asistían a sus clases, ni
reconocía mi autoridad para calificarlos. Asumía que yo era una especie de
profesor auxiliar, pero que el alumnado debía realizar los exámenes que
propusiera él y que era él el único responsable de su corrección y
calificación.
Tardó algún tiempo en comprender la
función del Programa y la mecánica de su funcionamiento.
Yo asumí el Ámbito Sociolingüístico
de 4º de ESO desde el primer curso, debe hacer ya doce o catorce años. No todas
las razones de mi elección fueron nobles, porque en la decisión entraron
connotaciones de utilidad práctica, además de las humanas. La inclusión del
programa en la oferta educativa suponía 30 horas más de ocupación, dos personas
más de plantilla con un margen de seis horas de disponibilidad para otras
necesidades del Centro; un tesoro para poder ofertar alguna optativa más en
algún curso. Por otro lado, siendo cuatro profesores de plantilla en las
Lenguas Clásicas, había una amenaza cierta de desplazamiento para uno de ellos.
Yo era entonces director del Centro; no estaba amenazado personalmente, pero
asumir el Ámbito nos permitía un respiro.
No obstante, alguna razón sí fue
noble. Y lo reconozco sin pudor. Yo empecé a desarrollar Programas de
Diversificación Curricular cuando aun no levantaba dos palmos sobre el suelo.
A los seis o siete años,
en el cortijo extremeño donde aprendí gran parte de lo que sé sobre el ser
humano, entre cuarenta gañanes sentados en torno a la chimenea central en las
noches de invierno, solo tres personas sabíamos leer: mi padre, mi madre y yo.
En esas largas noches, a la luz del
carburo, los tres nos turnábamos para leer a los gañanes los novelones por
entrega del siglo XIX, coleccionados pacientemente todos ellos por mi abuelo
Diego. Piratas, aventureros perseguidos por un destino incierto, enamorados
condenados a no encontrarse nunca, bandoleros legendarios, héroes y antihéroes
maniqueos se enfrentaban cada noche ante los ojos asombrados de aquellos
hombres, que entre otras formas de miseria, cargaban con la lacra del
analfabetismo.
De forma brusca, mucho más brusca de
lo que nos cuentan los manuales de Historia, se produjo el éxodo rural en
aquellas dehesas extremeñas. De aquellos hombres no quedaron muchos. Llegaron
los tractores, las cosechadoras, las avionetas que fumigaban campos para matar
las malas hierbas. Desaparecieron, como por ensalmo los gañanes, las cuadrillas
de escardadores y escardadoras; los taladores que invadían en otoño el encinar;
las cuadrillas de segadores y segadoras, las espigadoras… Todos se fueron
diluyendo. Llegaron, en ocasiones, nuevos dueños con una mentalidad empresarial
distinta. Y aquellos pocos analfabetos que no encontraron el coraje o el apoyo
familiar para emigrar a la selva amenazadora de las grandes ciudades
industriales debieron sacar el carnet de conducir para adaptarse a las nuevas
exigencias.
En esos días lejanos comencé yo a
desarrollar el Programa de Diversificación Curricular. No sé a cuántos enseñé a
leer y a escribir. Algunos aprendieron con prontitud; en poco tiempo ya eran
autónomos para leer a Marcial Lafuente Estefanía. Otros tardaron mucho tiempo;
cada pequeño avance era como haber conquistado un castillo de murallas
arriscadas. Cada uno logró aquel objetivo de forma diferente.
Yo aun no sabía qué oficio habría de
llenarme el frigorífico, pero estoy por jurar que en ese tiempo de profundos
cambios en la dehesa de mi infancia, ya estaba siendo seleccionado para esta
profesión de la que tantos, que nunca la ejercieron, saben tanto que se atreven
a decirnos cómo hemos de ejercerla.
Vagamente, de forma instintiva, yo
descubrí entonces que el conocimiento es un instrumento de promoción humana. En
ese descubrimiento azaroso se habrá fundamentado buena parte de mi vida.
Luego, durante el servicio militar
obligatorio que nos reclamaba la patria que diseñó el franquismo, me di de cara
de nuevo con la lacra del analfabetismo después de muchos años de
distanciamiento. Jóvenes de lugares distantes de aquel país grisáceo y temeroso
seguían en la más absoluta oscuridad. Habíamos de leerles las cartas familiares
y habíamos de escribirles la respuesta a esas cartas. Me incrusté de forma
natural y voluntaria en el programa de alfabetización del ejército que, dicho
sea de paso, cumplía una función humanitaria y de promoción personal y volví a
la guerra con el viejo conocido. Hace ya cuarenta años de esto que os cuento.
De ese tiempo guardo el recuerdo de un
fracaso. Probablemente atendí a veinte soldados de mi compañía el año en que Franco
dejó al país en orfandad, muchos de ellos de zonas rurales de León; la mayor parte,
de Granada. Tan solo uno no aprendió a leer. Recuerdo su nombre o su apellido: Amador.
Era un gitanito granadino, seguramente escapado del romancero de Lorca, hermoso,
senequista, de trato agradable y de sonrisa fácil.
Y ese fracaso me persigue todavía.
Aún me pregunto muchas veces qué hice
mal.
El alumnado de Diversificación no me
resulta ajeno. Hace ya más de medio siglo que convivo con ellos. No sé si en
mis propuestas pedagógicas acierto con ellos plenamente. Pero os digo que son
el reto más apasionante que afronto cada curso.
Cuántos recuerdos al leer tus palabras. Un abrazo, jefe.
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