El 8 de septiembre la prensa mundial presentaba en
sociedad el “producto cultural” más costoso de la historia. Se trata de un video juego cuya elaboración
se ha ido a los 380 millones de euros. Creo que su nombre es Destiny. He curioseado diez segundos en
su interior. Por tanto mi valoración sobre este “costoso producto cultural” no
está fundamentada en un estudio a fondo. Nada nuevo. La humanidad, que ha
esquilmado la tierra, se ve abocada a la colonización de otros planetas para
garantizar su supervivencia. O sea, la repetición de la Odisea hasta la propia
nausea y sin un átomo de elegancia, de humanidad o de poesía, solo que ahora
los cíclopes son de acero inoxidable y están armados hasta los dientes con un
arsenal de armas destructivas en un medio ambiente desolado, donde no hay un
árbol que amenice los desiertos resecos. Ojalá quienes diseñan estas cosas no
estén dotados, además, de un don profético.
Hay otra diferencia sustancial entre la fuente y las secuelas. En esta Odisea espacial, a quien maneja el mando se le ha reservado el papel de Poseidón, de Hera, de Zeus, de Palas Atenea. Quien maneja el mando es dios; tiene el destino de los individuos virtuales en la punta de sus dedos.
No me
cabe duda de que este negocio funciona, genera empleos y mueve infinidad de
millones cada año. Anda sobrado de recursos para comprar esa inocente calificación
de la que se ha hecho merecedor: “producto cultural”.
Y como cada producto cultural está dotado de una
función pedagógica. Al menos, a mí me lo parece. Ahí, sentado frente al mundo virtual,
con el mando empuñado hábilmente, un individuo es dios en un universo maniqueo en
el que las fronteras entre el bien y el mal no ofrecen dudas. Puede vencer al enemigo,
cebarse con él sin sentir remordimiento y arrasar un planeta en una hora.
Puede, sobre
todo, dulcificar la frustración invisible que produce el convencimiento íntimo de
que, cuando el video juego es devuelto a su caja, te arrebatan el mando del video
juego de tu vida. Otros, sentados tras sus pantallas poderosas desde las que gobiernan el mundo verdadero y establecen sin problemas de conciencia quién sobrevive y quién perece, decidirán ahora si eres
útil a sus inconfesables propósitos de dominar el mundo, si eres todavía un producto
reciclable, o si debes acabar en la basura.
Tampoco ellos
sentirán remordimiento.
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