No
hará dos meses saltaban nuestras alarmas desajustadas y con escasa memoria. El
norte húmedo y lluvioso, donde nunca falta el agua, se moría de sed; en algún
caso era incapaz de abastecer a sus ciudades.
Pero
ahora, tras una infrecuente secuencia de borrascas sobre la península Ibérica,
no es extraño escuchar quejas sobre tanta lluvia.
Aunque
individualmente cada conciencia es inclasificable, en conjunto somos una
especie ciclotímica. Cambiamos de opinión muy fácilmente según las
circunstancias, y atendiendo al presente por encima de cualquier otra
consideración. Hoy por hoy el presente nos agrede, y en consecuencia el futuro
que podemos intuir no es halagüeño, sino agresor y duro: el cambio climático
es, de todas las amenazas potenciales, la más universal y cierta.
Pero no son menores las demás: enajenación de
los poderes democráticos que han sido usurpados por organizaciones incontrolables
bajo el oscuro manto de lo que llamamos el mercado, empobrecimiento de las
funciones del Estado que algunos desean minimizar a las de una policía
obediente y una justicia controlada, corrupción y cleptocracia en cualquier
lugar al que dirijamos la mirada y un empobrecimiento del pensamiento crítico
que favorece la manipulación y el control sin resistencia de las masas
temerosas, confusas y desarmadas ya de ideas, de cohesión y de valores
colectivos. A ello se suma últimamente el retorno de los viejos demonios de la
Guerra Fría, dado que las emanaciones tóxicas del pozo ciego donde acumulamos
la injusticia con que administramos el mundo, han contaminado los sistemas democráticos
y los pueblos confían el poder a oportunistas, descuideros y analfabetos, en el
más exacto sentido del término, que engrasan sus arsenales nucleares y presumen
de que el mundo es su cortijo.
Todas
estas amenazas carecerán de importancia en un futuro próximo, si no solucionamos
la primera. Sencillamente, porque careceremos de futuro. Oigo quejarse a
algunos porque ya ha llovido demasiado y me invade una mezcla de desesperación y de disgusto.
Hay
previsiones fiables que anuncian que, si no tomamos medidas urgentes, el desierto
africano habrá llegado, por Levante, hasta el delta del Ebro en cincuenta años.
Y esas previsiones se van cumpliendo de forma acelerada. Los agricultores
murcianos buscan ya asentamiento en otros lugares de España o abandonan su
oficio.
He oído
en varias ocasiones al eminente físico Stephen Hawking afirmar que debemos prepararnos
para abandonar este planeta en el plazo máximo de un siglo porque será incapaz
de garantizar la subsistencia de la especie. Y lo peor de ese aserto es que este
hombre, sin duda sabio, no utiliza de forma inmediata una oración condicional tipo
“si no cambiamos nuestra forma de vida y nuestra relación con el planeta…”.
Siempre aguardo, inútilmente, que Hawking enuncie esa
condición porque eso nos daría alguna oportunidad. Pero miro a mis nietos, y confío
en que este sabio ande errado en esa previsión.
No os
quejéis de la lluvia.
El
agua es un bien escaso y maltratado. Temo que un día la privaticen parlamentos serviles, sometidos
a los intereses de los amos del mundo.
La
lluvia es democrática y es un magnífico regalo del planeta.
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