El veinticinco de agosto París estaba engalanado para
celebrar que setenta años antes fue liberado por los aliados de la ocupación
alemana. Un turista desavisado tenía la obligación de preguntar si los fastos
previsibles afectarían al horario de apertura de los museos. Entonces descubrí
que la celebración era un asunto de políticos y de instituciones. El pueblo de
París no celebraba nada y la vida seguía con absoluta normalidad en esa ciudad
desmesurada.
Justo en
esas fechas de celebración artificiosa
Hollande provocaba una crisis de gobierno. Tres ministros contestatarios de la
izquierda socialista han sido relegados. Los tres se mostraban reacios a
aplicar las políticas de Bruselas, que son las de Alemania; he podido leer sus
razones en la prensa: son políticas que producen un sufrimiento innecesario al
ciudadano, están ahogando la economía de su país y, de momento, no han detenido
la sangría del desempleo que, a pesar del repunte del periodo turístico, ha
crecido casi un tres por ciento en el último semestre.
Durante
mucho tiempo hemos vivido convencidos de que los grandes males del pasado no
volverían jamás porque el comercio global y la mutua dependencia lo impedirían.
Pero el
caso de Francia, por citar el más cercano, nos devuelve al pasado de una forma
evidente. El imperio ha vuelto. Antes los imperios eran el resultado de la
conjunción de una megalomanía, un ejército poderoso que conquistaba los
territorios deseados y unos teóricos a sueldo encargados de justificar las tropelías con argumentos morales. Hoy los
ejércitos ya no resultan necesarios. La megalomanía sigue imponiendo su
criterio enfermizo, unos pocos necesitan acumular riquezas de forma desmedida a
costa del resto de la humanidad. Y los teóricos a sueldo esgrimen un argumento
que estiman del todo incontestable. El Estado es caro; los servicios que el
Estado presta son inviables. Al parecer la riqueza que generamos tiene un
destino digno, acabar en las manos de una minoría extractiva y, en muchos
casos, delincuente. Ese destino es más digno que paliar desigualdades con
servicios públicos gratuitos de calidad.
El mundo
es de ellos. La riqueza es de ellos. Cualquier propuesta que niegue ese
principio es utópica, irracional, irresponsable.
Un imperio invisible nos domina, nos impone
medidas que no compartimos, vacía de contenido nuestras leyes, nos esquilma y
nos impone un futuro lamentable.
Hemos
vivido convencidos de que los males del pasado no volverían jamás. Pero vuelven
con obstinación.
Creíamos
que ya ningún país se anexionaría territorios ajenos empleando la fuerza. Pero
Putín, una megalomanía antigua perfectamente conservada en el alcohol del vodka,
se anexionó Crimea con toda impunidad
ocupándola con su ejército disfrazado y ahora amenaza Ucrania, un país
soberano, a donde transporta sin tomarse la molestia de ocultarlo su artillería
pesada y sus carros de combate.
Y un
pasado aun más lejano se cierne sobre nuestra plácida confianza en el futuro:
una peste mortal se adueña poco a poco de un continente entero. Como ha sido
siempre un mal de pobres africanos, hoy es incurable. Nadie se tomó nunca la
molestia de buscarle remedio. ¿Para qué buscar remedios a una enfermedad que
afecta a gente que no puede pagarlos? Pero, de pronto, descubrimos que ninguna
frontera es eficaz contra la muerte. Nos hemos dado de bruces con la dolorosa
evidencia de que el Ébola, como el capital inversor, tiene vocación
globalizadora y llama a nuestras puertas.
Y se multiplican las tierras convulsas, - Irak, Siria, Libia, Gaza- donde la paz, como una flor cortada, se ha marchitado de forma irremediable, donde la vida carece de valor bajo la fuerza destructiva de la invisible tectónica de placas de los intereses encontrados y las cuentas pendientes.
Mientras en el Oriente próximo, El Estado Islámico resucita la Edad Media con una violencia inesperada, exigiendo la conversión al Islam o la vida. Un genocidio más, en nombre de la pureza de una fe que niega lo que afirma defender.
Mucho más lejos, un viejo debate sobre islotes esparcidos por el mar de China, nos aboca a los comienzos de aquella guerra destructiva que el pueblo francés, con buen criterio, no quiere recordar.
Cada gran crisis desembocó en un conflicto armado cada vez más destructivo, como si la humanidad necesitara una cura de humildad o una catarsis.
Durante mucho tiempo hemos visto las guerras como algo ajeno, distante, como un incendio controlado porque la industria de la guerra necesita mercados.
Hoy ya no sé si esa paz que nos permitía una placida existencia está garantizada.
Sin duda
progresamos.
Magnífico artículo, Antonio.
ResponderEliminarSaludos.
Gracias , Manuel.
ResponderEliminar