Las
nuevas tecnologías son la cima de la ciencia. No creo que nunca hayamos tenidos
entre las manos algo con mayor capacidad de transformar el mundo. Estoy convencido
de que ya lo ha cambiado.
Pero si
alguien esperaba que la red se convirtiera en un Parlamento universal, su
esperanza está hace ya tiempo en el cajón de los juguetes rotos o en el
estercolero donde se pudren las esperanzas que no se cumplirán.
Un día creímos
haber encontrado el camino hacia un futuro más igualitario y justo y ese camino
era la comunicación, la interconexión del mundo.
Hoy percibimos
de la red que es el expositor del carnicero, donde los seres humanos,
eviscerados, dejan al descubierto sus entrañas, sus aspiraciones, sus
necesidades, sus intereses, sus inclinaciones y sus miedos. Se han convertido en cofre del
tesoro. La venta de nuestras interioridades genera dividendos millonarios.
Sabemos
de la red, también, que puede convertirse en una cárcel. Ahí quedan imborrables
nuestros errores, nuestros excesos, nuestras estupideces. Eternamente.
Condenados a cadena perpetua.
Pero percibimos, sobre todo, que es una
fábrica de mentiras, una autopista por donde circula el odio a una velocidad
desconocida y una pasarela de vanidades y egos enfermizos y solitarios. Abundan
también las hordas de linchadores y los profesionales de la confusión. Pero lo
que más abunda es la gente irreflexiva.
El
pensamiento libre y reflexivo genera progreso verdadero y sociedades saludables. Pero
el pensamiento necesita tiempo y reflexión. Ha perdido su vigencia primordial,
porque ya nada vale si no es breve y veloz. A fuerza de no pararnos a pensar en
silencio asumimos y compartimos pensamientos ajenos sin valorar sus intenciones
ni sus consecuencias. Más que contrastar ideas, generamos dogmas. Y el dogma,
asumido como fundamento de la convivencia, además
de pueblos pobres, produce pueblos broncos e incultos que actúan con
resentimiento. Como inductor del comportamiento el resentimiento me asquea y me
produce temor. Ha sido el resentimiento el que colocó a Trump en la casa Blanca
y es el resentimiento el que ha puesto a Bolsonaro al frente de Brasil.
Lo que
está en juego no es insignificante. La democracia se asienta sobre la confianza
en las instituciones. Cuando esa confianza se destruye, aparecen los salvadores.
Todos traen el fascismo en las alforjas.
Ayer el
Tribunal Supremo acordó que los impuestos sobre la concesión de hipotecas los
paguen los solicitantes en lugar de los bancos. Reconozco que, en el ambiente
hostil en el que vivimos ─soy muy
hostil con cualquier banco por muchísimos motivos─, el
primer pensamiento que acudió a mi mente fue que la Banca había impuesto su
criterio al Tribunal Supremo. Casi cualquiera de los que hoy leerán este
escrito pensarían de idéntica manera.
Cuando
he leído en las redes los comentarios de los líderes políticos situados, al
menos en teoría, más a la izquierda en el muestrario nacional, vi que ellos han
pensado justamente eso. Se avergüenzan de semejante fallo judicial. Es más, afirman
que atenta contra la democracia misma.
Sé de
sobras que esa respuesta es la que esperaban sus bases. Esa es la que enardece
y concita el sentimiento colectivo. Sé
que la esperaban con esa inmediatez que exigen las redes. Y sé que vivimos un
tiempo sin matices. Pero, objetivamente, yo no comparto que la Banca le haya
impuesto su criterio al Tribunal Supremo.
Tampoco
creo que ellos tengan prueba que sustenten semejante afirmación.
Hoy reconozco que, analizados los argumentos que
han manejado los Magistrados, yo no comparto su fallo, pero me asaltan muchas
dudas.
No tengo
dudas sin embargo de que el pensamiento airado, la frustración acumulada, el
desencanto no pueden ser el fundamento de un juicio razonable. No tengo dudas de
que sembrar de forma sistemática -casi como discurso único- la desconfianza en las Instituciones, sin
pararse a analizar las consecuencias, es una actitud irresponsable.
Está en
juego la propia Democracia.
La comunicación fluye como
nunca, pero no produce entendimiento ni ayuda a comprender mejor el mundo. A
veces, solo produce confusión.
Podríamos intentar volver
a la ética precapitalista. Alguna vez debió
haberla. Somos mucho menos civilizados que aquellos primates que aprendieron a
caminar sobre sus cuartos traseros para otear el horizonte cuando bajaron de
los árboles. Y hemos llegado hasta aquí porque
aquellos homínidos resultaron ser una especie solidaria y práctica, aprendieron
a construir y organizar espacios donde la vida resultaba más fácil y aprendieron
a cuidar a los más débiles y a protegerse en grupo.
Nosotros,
sin embargo, nos empeñamos en convertir en un campo minado para la propia
convivencia la cima de nuestros inventos tecnológicos.